"Se trata, sí, de que el Estado no puede seguir haciéndole perromuerto a las necesidades de salud, agua, infraestructura, entre otros, de los pobres y la clase media". Foto y video: AFP
"Se trata, sí, de que el Estado no puede seguir haciéndole perromuerto a las necesidades de salud, agua, infraestructura, entre otros, de los pobres y la clase media". Foto y video: AFP
Diego Macera

Un ligero incremento en costo del metro de Santiago dio pie a un enorme pliego de reclamos en Chile. Es difícil explicar por qué prendió la protesta ahora y no hace un mes, un año o diez –sospecho que no se ajustan mucho a la verdad quienes hoy dicen que la vieron venir tal cual–.

La sorprendente relación entre la trivialidad del detonante, la ferocidad de la protesta y la aparente impredictibilidad del movimiento hacen inevitable cuestionarse cuánta base tienen los reclamos, y cómo se compara con la situación del Perú.

La alusión a la desigualdad, por ejemplo, ha sido constante durante los cacerolazos. Hay algo de mérito aquí: Chile está entre los países más desiguales de la OCDE, un club básicamente de naciones desarrolladas. Pero también es cierto que la desigualdad ha venido cayendo, no aumentando, desde hace dos décadas. Según señalaba en estas páginas, Chile además tiene una alta movilidad social y ha reducido su tasa de pobreza de 36% en el 2000 a 8,6% en el 2017. Las estadísticas de desigualdad son similares para Chile y el Perú.

Es posible que el punto de comparación también importe. Mientras el Perú se suele medir contra el progreso de países de la Alianza del Pacífico, desde hace varios años en Chile no es inusual hacerlo contra países de su club OCDE. Y en esa foto de Primera División Chile no sale bien posicionado. Es otra liga. Así como el Perú no es Chile, Chile no es Dinamarca.

Esto último encaja bien con otro aspecto de las demandas en Chile: la calidad de algunos servicios públicos y el pedido para que sean gratis o fuertemente subsidiados para todos. Si en Alemania la educación superior es gratuita, o si en Noruega la salud está garantizada, son argumentos algo irrelevantes, realistamente, para países que tienen menos de la mitad de los ingresos que los primeros, informalidad, y una presión fiscal acotada.

¿Debemos entonces resignarnos a tener educación, salud o transporte paupérrimos para quienes no pueden pagar? Por supuesto que no. Pero aquí el foco de la discusión debe girar hacia las capacidades del Estado para cubrir gratuitamente –y bien– las necesidades básicas de los más vulnerables, y de paso que paguen los no pobres que pueden pagar. La gran mayoría de peruanos, por ejemplo, se atiende en entidades públicas de salud, y el nivel de maltrato y estándares de calidad que muchos reciben son dignos del África Subsahariana, sobre todo fuera de Lima. Sin embargo, no hemos visto marchas multitudinarias reclamando mejor atención en Essalud y el SIS. La historia con la educación pública es similar. En cuanto a las pensiones en Chile, la causa principal de que sean bajas no son las AFP, sino el poco ahorro durante la vida laboral –tema que aquí se agrava con la informalidad–.

Más que una olla a presión que ha explotado, lo que se ha visto en Chile son las demandas de cualquier país de clase media. No se trata de que el mercado y las libertades económicas han fallado en Chile y el Perú, como algunos, llevando agua para su molino, quieren hacer creer. Por el contrario, estos han traído, se mida como se mida, mejores ingresos y calidad de vida para decenas de millones.

Se trata, sí, de que el Estado no puede seguir haciéndole perromuerto a las necesidades de salud, agua, infraestructura, entre otros, de los pobres y la clase media. De paso, al sector público le corresponde también garantizar que los privados compitan en una cancha pareja, sin colusiones, defraudaciones tributarias ni prácticas que deslegitiman todo lo avanzado e impiden crear más riqueza. En eso, y no en otros fuegos artificiales, debiera consistir en el Perú el llamado de atención importado desde las protestas del sur.