Andrés Calderón

El virus de la desinformación ha golpeado muchos procesos electorales en el mundo. Entre los más notorios se cuentan la elección de Donald Trump y el ‘brexit’ en el 2016, y la de Jair Bolsonaro en el 2018.

Para la mayoría de personas, sin embargo, las ‘fake news’ seguramente no son un problema. O, mejor dicho, son un problema ajeno y no propio. Un estudio de Jang y Kim (2017) muestra que los individuos afines a un grupo político suelen pensar que las personas de otros grupos están más influenciadas que ellos por las noticias falsas. Y mientras más crece esta identidad política, mayor es este efecto (‘third person effect’ o TPP).

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No solo creemos que son “otros” los que están equivocados y consumen noticias falsas, sino que además somos reticentes a la enmienda. Sesgos cognitivos como el sesgo de confirmación o el efecto del falso consenso nos hacen privilegiar aquella información que supuestamente nos da la razón –aun cuando esta sea incorrecta–, o limitar nuestra búsqueda de información y quedarnos solo con aquella que nos hace sentir más cómodos y en pretendida mayoría.

De cara a las elecciones del 2021, los peruanos somos población de riesgo. A los riesgos naturales de la desinformación, se suman otros factores como las restricciones a la movilización por una pandemia que nos ha golpeado más duro que a ningún otro país en el mundo. Además, la prohibición de publicidad privada en radio y televisión –impulsada populistamente por este Gobierno– priva a los electores de otras fuentes de información. Los votantes, entonces, dependerán en gran medida de aquello que puedan encontrar en las redes sociales, lugar predilecto de los bulos y paparruchas. No existen en el Perú obligaciones específicas de transparencia con relación a la contratación de publicidad electoral en Internet; tampoco reglas sobre el uso ético de datos personales por parte de las organizaciones políticas. Cómo utilizarán los partidos políticos los datos personales de los potenciales votantes es algo que probablemente nunca sepamos completamente. Quizá nos enteremos parcialmente si a los propios canales de difusión (como Facebook, Google o Twitter) se les ocurre implementar reglas de transparencia para las campañas políticas en el Perú.

Sumémosle el poco interés informativo del elector promedio (22% decide por quién votar recién el mismo día del sufragio), la escasa preocupación estatal por mejorar sus portales de difusión de información de candidatos y el nulo interés de los partidos políticos por buscar mayor transparencia en la oferta electoral.

Muchos de los entusiastas de la disolución legislativa del 2019 se sorprendieron con el paupérrimo resultado de las elecciones parlamentarias del 2020. Pues es mejor que se abrochen los cinturones, porque nos dirigimos al sacrosanto bicentenario en medio de un tormenta perfecta.

¿Cómo se han utilizado los datos personales en campañas electorales en América Latina? ¿Qué deben hacer el Estado y las grandes plataformas de redes sociales para luchar contra la desinformación? ¿Cómo divulgar más y mejor información sobre los candidatos? ¿Qué deben hacer los medios de comunicación frente a los políticos que utilizan estrategias de posverdad?

Discutiremos estas interrogantes este martes y miércoles en, organizada por la Clínica de Libertades Informativas, que tengo el gusto de dirigir. Quizá a los políticos no les interese (o convenga) responder esas preguntas, pero sí que debería importarnos a quienes estamos por enfrentarnos a las elecciones más desafiantes de las últimas décadas