¿Falta empleo?, por Richard Webb
¿Falta empleo?, por Richard Webb
Richard Webb

La influencia de la teoría económica se ha levantado sobre dos poderosas verdades. Curiosamente, se contradicen. 

La primera, piedra angular de la economía, afirma que todo tiene un costo, sea de producción o de oportunidad. Nunca hay los recursos necesarios para tener todas las carreteras, hospitales, colegios, pensiones, sueldos altos, casas, comida barata y todo lo demás que quisiéramos tener. Si nos falta dinero para comprar A y B, el costo de oportunidad de escoger A es el sacrificio de B. Estamos condenados a vivir entre urgencias y costos, comparando y evaluando. De allí la imagen de la economía como la ciencia gris. Una de las frases favoritas del economista es: “No hay lonche gratis”. 

La segunda verdad plantea una excepción a la primera. Donde la gente se encuentra desempleada, dice, ponerla a trabajar en cualquier cosa no tendría un costo real. Cualquier producción generada por esos trabajadores sería mejor que nada, y pierde urgencia entonces la estricta evaluación de costos y beneficios. Esta idea, propuesta elocuentemente por el economista británico , tomó fuerza a raíz de la depresión mundial de los años 30, cuando millones se quedaron sin trabajo. La idea provocó un escándalo, pues cuestionaba un canon sagrado de la teoría económica. Además, era peligrosa porque abría la puerta para que un gobierno hiciera cualquier cosa, siempre que estuviera “creando empleo”. No obstante, con el tiempo, el segundo concepto fue incorporado a la ortodoxia económica, aunque solo para situaciones de desempleo. 

Sin embargo, la nueva idea tuvo una descendencia ilegítima. Sucedió así. Pasada la , el planeta entró en una nueva emergencia, la . En Asia, África y América Latina se debió luchar contra la subversión comunista. Pero el trasfondo de esa guerra era la pobreza, y por ello gran parte de la Guerra Fría consistió en un esfuerzo para apurar el desarrollo. Inicialmente, políticos y economistas buscaban argumentos para impulsar el desarrollo, pero sus iniciativas se veían frustradas por el primer mandamiento de la economía, que no hay lonche gratis y el presupuesto debe balancearse. 

En esa etapa, el argumento de Keynes parecía irrelevante: a nadie se le ocurría que la población de una India, Nigeria o Perú se encontraba desocupada. Todo lo contrario, era evidente que sus poblaciones estaban muy ocupadas, trabajando largas horas, y con la participación de familias enteras, abuelas y niños incluidos. Las encuestas de empleo reportaban niveles muy bajos de desempleo. El problema no era desocupación sino bajísima productividad. Había pobreza, pero no recesión, y no existía entonces la opción del argumento de Keynes para acelerar el desarrollo ignorando el rigor presupuestal. 

Pero la emergencia continuaba, y de esa frustración nació un recurso intelectual: el invento del “subempleo”. La gente trabajaba, sí, pero su rendimiento era tan reducido que se la podía considerar “inadecuadamente empleada” o “subempleada”. La existencia de condiciones y beneficios sociales “inadecuados” se sumó como evidencia para la existencia de subempleo. 

Con ese sofismo se encontró un “ábrete, Sésamo” para la caja fiscal, una forma de extender el argumento de Keynes para justificar cualquier medida o proyecto de inversión, no a base de sus costos y beneficios productivos, sino, simplemente, por estar creando “empleo adecuado”. Resultó una fórmula para la felicidad de políticos y promotores. Liberados del yugo del “no hay lonche gratis”, ahora hablan más del empleo de algunos que de la productividad de la mayoría, un retroceso conceptual que juega más a favor de los que definen lo que es el “empleo adecuado” que de los pobres que mayormente se encuentran no subempleados sino al contrario, sobre-empleados, y que más que nada, necesitan producir más.