Ilustración: Víctor Aguilar.
Ilustración: Víctor Aguilar.
Ian Vásquez

Somos más felices que antes. Podría parecer inverosímil esta afirmación dada la turbulenta política del país, con todas las mentiras, corrupción y traiciones que la generaron. Comparado con años atrás, sin embargo, todo indica que el Perú –como buena parte de las naciones del mundo– es un país más feliz. A principios del 2018, vale la pena reconocer esto y lo que está detrás para no retroceder.

No existen mediciones ideales de la , pero hay suficientes trabajos serios para poder observar ciertos patrones globales. Uno de ellos es la relación entre la riqueza y la felicidad. Por años, filósofos, poetas y hasta economistas restaron importancia a la contribución de la prosperidad a la satisfacción con la vida de uno. Se decía, y se sigue oyendo, que el dinero no compra la felicidad. Los ciudadanos de los países ricos no son más felices que los de los países pobres, o si lo son, el aumento de felicidad solo se da hasta cierto nivel de ingreso (no muy alto) y luego se estanca sin importar mayores riquezas.

Sucede que esos puntos de vista, que reflejan un escepticismo sobre la modernidad, no tienen sustento. Es obvio que un rico, tanto como un pobre, puede sufrir de depresión o de malos momentos en la vida, pero en general el dinero sí contribuye a la felicidad. El psicólogo de la Universidad de Harvard Steven Pinker revisa la evidencia empírica y la literatura académica para concluir que “ahora sabemos que la gente rica dentro de un país es más feliz, que los países más ricos son más felices, y que la gente se vuelve más feliz en la medida que sus países se enriquecen (lo que quiere decir que la gente se vuelve más feliz a través del tiempo)”.

Esto ocurre así porque la riqueza incrementa las oportunidades y la autonomía que uno tiene sobre su vida. Para los países pobres, el crecimiento significa mucho más en términos de felicidad que para los países ricos, donde produce rendimientos positivos pero decrecientes. Por la misma razón, para los pobres en países en desarrollo, el crecimiento genera un aumento mayor de felicidad que para los pudientes, pues les empieza a transformar la vida.

A medida que se fue modernizando, el Perú vio ocurrir esto también. Desde los noventa, la mortalidad infantil cayó más de 75%, la expectativa de vida incrementó en 9 años, la desnutrición decreció de 32% de la población a 7,5%, etc. Durante ese período, el ingreso per cápita más que se duplicó. Con razón que el “World Values Survey” documenta una mejora notable en la felicidad peruana en las últimas dos décadas.

Ese progreso humano, que incluye a la felicidad, se debe no solamente a reformas tecnocráticas que se introdujeron durante el gobierno de Alberto Fujimori para aumentar la libertad económica, sino también a las políticas que resguardaron otros derechos fundamentales de los peruanos bajo la democracia. Como dice William Easterly, experto en desarrollo económico, la mejor receta para prosperar es reconocer los derechos de los individuos, cosa que incluye tanto libertades económicas como civiles.

En tiempos políticamente polarizados, ese consejo debería servir tanto al gobierno como a la oposición, tanto a la izquierda como a la derecha, para evitar propuestas que debilitarían las fuentes del progreso y la prosperidad. Hace acordar a Wilhelm Röpke cuando dijo que “la moral económicamente ignorante es tan mala como la economía moralmente insensible”.

Hagamos lo que podamos en el 2018 para resguardar nuestra felicidad y las libertades que la hicieron posible. ¡Feliz y próspero año nuevo!