(Foto: Archivo El Comercio)
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Iván Alonso

Las marchas de protesta en distintos departamentos del país por la abrupta caída de los precios de la papa activaron, una vez más, los reflejos populistas del gobierno, que ofreció comprar una parte de los excedentes con los recursos del canon minero. No es una buena política proteger a los productores de los vaivenes del mercado, aunque es comprensible que el impacto en los ingresos de los agricultores despierte la simpatía de la gente. 

Es posible que los productores de papa hayan visto caer sus ingresos un 20% o 30% en el último año. Se podría decir que son víctimas de su propio éxito. La producción venía creciendo moderadamente en la primera mitad del año pasado. Luego, en el tercer trimestre, se aceleró, creciendo 17% en volumen. Aparentemente ésta fue la causa del exceso de oferta que trajo abajo los precios. Para las distintas variedades de papa, los precios mayoristas han caído entre 20% y 70% en los últimos doce meses, según reporta el sistema de información del Ministerio de Agricultura. La papa blanca, por mencionar una sola, ha bajado a menos de la mitad. 

No hay que perder de vista, sin embargo, que en enero del 2017 los precios de la papa estaban cerca de sus valores máximos para los últimos cinco años. Con la reciente caída, han vuelto más o menos al lugar adonde estaban a principios del 2013. Sólo que ahora producimos más. 

En una perspectiva de más largo plazo, la liberalización de la economía ha sido extraordinariamente buena para los productores de papa. Hoy el Perú produce cuatro millones y medio de toneladas, el triple que hace 25 años. El número de productores no ha crecido en la misma proporción, lo que quiere decir que cada uno produce más. El valor de la producción en chacra se ha multiplicado por cuatro. Quitémosle la inflación acumulada, y veremos que los ingresos reales se han duplicado o triplicado. 

El progreso ha sido constante y duradero, cosa que no consiguieron ni la reforma agraria ni los controles de precios con crédito subsidiado. Entre 1968 y 1971, en los primeros años de la reforma agraria, la producción pasó de un millón y medio a dos millones de toneladas, pero para 1975 había vuelto prácticamente al punto de partida, y allí se quedó los diez años siguientes. Luego, entre 1985 y 1988, creció otra vez de uno y medio a dos millones de toneladas, pero inmediatamente después se derrumbó, llegando en 1992 al nivel más bajo del que se tenga memoria. 

A partir de ese momento, con las reformas de mercado, comenzó la recuperación, como en el resto de la economía. La superficie sembrada comenzó a subir. En el 2016 teníamos más de 300,000 hectáreas de papa, frente a 135,000 en el ’92. Pero lo más importante es que la productividad de la tierra se ha duplicado desde entonces. Hace un cuarto de siglo se cosechaba 7 toneladas por hectárea; hoy son más de 14. Un aumento progresivo, prácticamente ininterrumpido, de 3% al año. Pocos sectores pueden exhibir el mismo resultado. 

Un economista no puede dejar de maravillarse ante el poder de los incentivos. Lo que cambió en la agricultura –y el caso de la papa no es el único– fue que se hizo más competitiva. La oportunidad de obtener ganancias se alineó con el esfuerzo individual. Usar recursos públicos para comprar los excedentes que eventualmente se produzcan resulta innecesario y hasta contraproducente.