Legislando sin fundamento, por Iván Alonso
Legislando sin fundamento, por Iván Alonso
Iván Alonso

La reputación del no es muy buena que digamos. Muy aparte de los cuestionamientos éticos o legales que se ciernen sobre algunos de sus miembros, la calidad del trabajo propiamente legislativo deja mucho que desear. El voto preferencial, ciertamente, premia el afán de figuración, el que, a su vez, desemboca en propuestas efectistas. Pero el sistema electoral es solo una parte del problema. El proceso legislativo también tiene que mejorar.

En la exposición de motivos que acompaña a cada proyecto de ley se ponen de manifiesto dos problemas característicos. El primero es la portentosa banalidad de las propuestas. Los congresistas presentan –y las comisiones admiten a debate– proyectos sobre las cosas más triviales que uno pueda imaginar. Hemos comentado la semana pasada la media docena de proyectos (o más) que pretenden regular las tarifas de las playas de estacionamiento, como si fueran algo crucial para la vida en sociedad.

Lo que es peor, ninguno de esos proyectos revela, en su exposición de motivos, el más mínimo esfuerzo por establecer la magnitud del problema. ¿Existe de verdad el mal que se quiere curar? ¿Cuán extendido está? ¿Cuántos son los usuarios o potenciales usuarios? ¿Son mayormente pobres o ricos? ¿Qué incidencia tiene el servicio de estacionamiento en el presupuesto familiar? Sin una clara base factual, es difícil pensar que los congresistas estén haciendo un buen uso de su tiempo dedicándose a discutir proyectos como estos.

Sería conveniente que al expresar un congresista su preocupación por algún problema en particular, el presidente de la comisión encargada la derive a una oficina especializada –que habría quizá que crear con esos fines– para que esta reporte sobre la relevancia del mismo. No debería la comisión siquiera recibir un proyecto de ley sobre una materia que no haya pasado un ‘reality check’.

El segundo problema es que el análisis costo-beneficio que toda exposición de motivos debe contener se ha vuelto un puro formalismo. “El presente proyecto no genera gastos al Estado”, dice típicamente, para luego fantasear con los supuestos beneficios –no hay uno solo que no aumente la competitividad del país–. El autor de la iniciativa puede creer honestamente que su proyecto no generará gastos al aparato estatal; y hasta puede tener razón. Pero ese no es el objetivo del análisis costo-beneficio.

Su objetivo es analizar y, en lo posible, cuantificar qué se obtiene a cambio de qué. Toda ley que ordena o prohíbe hacer algo afecta la manera como se usan los recursos disponibles. Si no se puede cobrar una tarifa que haga viable la inversión en playas de estacionamiento, la sociedad tendrá menos playas; y más carros estacionados en la vía pública, obviamente. Lo que hay que analizar es qué se gana y qué se pierde al convertirse un proyecto en ley, para asegurarnos de que cualquier sacrificio que haya que hacer valga la pena.

La responsabilidad por el análisis costo-beneficio no debería recaer en el congresista que presenta la iniciativa, quien además es juez y parte. Debería recaer también en una oficina del Congreso especializada en ese tipo de evaluaciones. Eso no quiere decir que sus conclusiones sean determinantes. Los congresistas, que al fin y al cabo son el poder elegido, podrían ir en contra de sus recomendaciones, pero tendrían que justificarlo.