Pero hace obra, por Carlos Adrianzén
Pero hace obra, por Carlos Adrianzén
Carlos Adrianzén

En pocas semanas enfrentaremos la explosión de un nuevo proceso electoral para elegir congresistas, así como una nueva plancha presidencial. En medio de esta, los diagnósticos y los ofrecimientos marcarán la discusión económica, semana tras semana.
En este mundo de empatías electorales –directamente proporcionales a los presupuestos de campaña– florecerán las barbaridades. Después de todo, quien resulte elegido será previsiblemente quien ofrezca –más contundentemente– las atrocidades económicas que una mayoría de electores pobremente educados exigirá. En este accidentado ambiente resaltarán –como es usual– las propuestas disparatadas (aumentos de presupuestos para todo fin, el aumento de la remuneración mínima vital, entre otros).

Una vez elegido en segunda vuelta el desesperado que aglutine una mayor cantidad de votos provenientes de la mayoría no educada (ergo: ofrezca una mayor cantidad de estropicios económicos y políticos), nos enfrentaremos a dos escenarios. Uno, el elegido cumplirá sus promesas (llevándonos rápidamente a situaciones económicas deplorables como la argentina, boliviana o venezolana). Dos, reculará. Como nuestros últimos cuatro gobiernos, abandonará parcialmente las propuestas que ofreció para ser elegido. Y, como el agua tibia no cura casi nada, terminará repudiado y le achacarán con razón, aunque para bien, el no haber sido un gobernante tan irresponsable como le exigía su electorado mayoritario.

Pero esto no será todo. El ser repudiado en las encuestas (por no haber cumplido) se combinará con los accidentes de corrupción usuales en la gestión de cualquier gobierno donde las instituciones –policía, Poder Judicial, Congreso, Contraloría, entre otros– dejan mucho que desear.

Es bajo este ambiente que aparece una proposición apestosa, pero muy popular: “que robe, pero que haga obra”. Dispuestos a negociar el talante corrupto de cualquier gobierno, la mayoría de los electores peruanos quiere ganarse alguito. Dame obra (léase: infraestructura, servicios subsidiados) y no me preocupará que robes discretamente. 

Esta oración implica una profunda estafa social. 
Primero, el gobernante no nos da obras, porque no son sus obras. Se hacen con los impuestos que paga –en su mayor parte– una minoría de empresas y ciudadanos formales. Que tengamos un bonito jardín depende de qué queremos y cuánto le pagamos al jardinero, no de su bondad o voluntad. Si un presidente gasta bien y hace obra con nuestra plata es porque pagamos impuestos y elegimos a un funcionario correcto, no porque este es un Superman o un Viracocha que nos hace un favor.
Segundo, vale la pena tener en cuenta que quien roba recibe un abultado incentivo económico por traicionar a su pueblo. Enriquecido y usualmente repudiado, no le interesa mucho ni la calidad de las obras (que no se caigan los puentes o los alumnos aprueben en matemáticas), ni el fortalecer instituciones (que podrían perseguirlos y ponerlos en la cárcel). Asimismo, tampoco son de su interés ni los enormes y desgastantes retos de gobernar bien donde falta casi todo.

Tercero, que el elegido dizque regale algo (obras, subsidios) a las mayorías, sin importarle que le robe a otros (expropiando a los ricos, ahorristas o malversando impuestos que muy pocos pagan) implica la clásica receta mercantilista-socialista que nos gobierna desde los tiempos de la hedionda dictadura izquierdista de 1968. De esta forma se quiebra el crecimiento y se enerva la pobreza.
Los presidentes no hacen obra, solo administran y gastan nuestros impuestos. Como a todo administrador, no les debemos tolerar el robo. Ni un céntimo.