Un pésimo impuesto se resiste a morir, por Iván Alonso
Un pésimo impuesto se resiste a morir, por Iván Alonso
Iván Alonso

El fin de semana pasado se ha promulgado la ley que exonera del I de capital, que son las que obtiene un inversionista cuando vende acciones de una compañía a un precio mayor que el que pagó al adquirirlas. El objetivo es darle más liquidez a la –pues todo impuesto causa una retracción de la actividad gravada– para evitar que sea degradada de mercado “emergente” a “fronterizo”. No sabemos si ese objetivo se logrará. Pero independientemente de eso, la exoneración es una buena medida porque el impuesto a las ganancias de capital simplemente no debería existir.

Piense el lector lo siguiente. Una acción representa esencialmente el derecho a recibir una fracción de los dividendos pagados por la compañía. Cuando usted compra una acción, lo que está comprando es ese derecho. Cuando la vende, lo que hace no es más que transferírselo a otra persona. El precio que esa persona estará dispuesta a pagarle refleja los dividendos que espera recibir en el futuro. Si el precio es muy alto, su rentabilidad será baja, y viceversa. Tiene que haber un precio que le dé la rentabilidad que busca.

Lo que el impuesto a las ganancias de capital grava, la materia imponible, como se dice, son las expectativas que el nuevo accionista tiene con respecto a los dividendos futuros (en la medida en que excedan las que usted mismo tenía al momento de comprar las acciones). Pero resulta que más adelante, cuando esos dividendos se materialicen, serán gravados de nuevo, esta vez con el nombre de impuesto a los dividendos distribuidos. Estamos frente a un caso de doble tributación.

Pero eso no es todo. Puede ser que la compañía termine distribuyendo dividendos menores que los que esperaba recibir el inversionista. Puede ser inclusive que no distribuya ninguno. El impuesto a las ganancias de capital grava unas expectativas que podrían no materializarse jamás. En ese sentido, es un impuesto confiscatorio.

Se dirá que el impuesto a las ganancias de capital existe en otros países, como, por ejemplo, en , donde se aplica no solamente a la compra-venta de acciones, sino también a la compra-venta de inmuebles. Pero ese no es un buen argumento. El impuesto es tan confiscatorio allá como acá.

Desde nuestro punto de vista, el impuesto a las ganancias de capital debería abolirse. Desafortunadamente, la exoneración solamente es por tres años. Un tecnicismo legal impide fijarle un plazo más largo (aunque puede prorrogarse después). Los tributaristas distinguen entre una exoneración, que es temporal, y una inafectación, que es permanente. Una distinción sin una diferencia. Si tenemos que llamarla inafectación para que sea permanente, pues llamémosla así. El problema de la doble tributación y el carácter confiscatorio de este impuesto no desaparecerán ni en tres años ni en treinta.

La ley contiene otras dos restricciones innecesarias. La exoneración está limitada, paradójicamente, a aquellas acciones que tengan una frecuencia mínima de negociación, a ser determinada posteriormente. Pero esas son justamente las que menos la necesitan, si el objetivo es darle liquidez al mercado. Lo mismo se puede decir de los inversionistas que por haber negociado más del 10% de las acciones de una compañía en el lapso de un año pierden retroactivamente el derecho a la exoneración.