(Foto: Archivo)
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Andrés Calderón

La semana pasada, “Perú 21” reveló varios casos de una “planilla naranja” existente en el . Esposos, madre e hija, y hermanos trabajando juntos en el Parlamento gracias a su militancia en . A esto se sumó el caso del congresista Segundo Tapia, quien contrató a dos sobrinos suyos en su despacho de la segunda vicepresidencia del Legislativo.

Si el nepotismo de por sí es grave, desperdiciar recursos públicos en intereses (políticos) particulares lo es aun más. Y eso es precisamente lo que deberá auditarse respecto de las gestiones de los ex presidentes del Congreso Luz Salgado y Luis Galarreta: ¿Qué funciones desempeñaron los más de 800 trabajadores extra que se contrataron durante su administración? ¿Qué es lo que hacía la sospechosa Oficina de Participación, Proyección y Enlace con el Ciudadano? Cualquier persona tiene derecho a defender los colores políticos que más le agraden y hasta a convertirse en un trol de redes sociales, pero con su propio tiempo y dinero, no con el de los contribuyentes.

Con ello, la decisión del actual titular del Congreso, , de no renovar contrato a 158 trabajadores parlamentarios (la mayoría de ellos afiliados a Fuerza Popular) no causa sorpresa. Sí llama la atención, en cambio, que en este caso no hayan estado del lado de los trabajadores separados los legisladores izquierdistas de Nuevo Perú y el Frente Amplio. Si las casi 160 personas que perdieron el trabajo hubieran sido de una empresa privada, no dudo que los prosindicalistas Humberto Morales, Alberto Quintanilla o Marco Arana hubieran dirigido la marcha contra las oficinas de la empresa, y habrían impulsado un proyecto de ley para hacer aun más rígido nuestro régimen laboral.

Sirva este caso para recordar, entonces, que el empleo público no le pertenece a ningún partido político, ni de Gobierno ni del Congreso. Le pertenece a todos los contribuyentes. Y que es eficiente para nuestros intereses que exista suficiente espacio de flexibilidad no solo para atraer a buenos profesionales, sino también para despedirlos sin temor a que un juez los reponga en un puesto en contra de la voluntad de su empleador.

La estabilidad laboral absoluta –esa implantada por el Tribunal Constitucional en el 2001 ahí donde la Constitución no la preveía y la ley más bien la negaba– es nefasta para cualquier empleador y para cualquier institución (pública o privada) que requiera cambiar su capital humano de acuerdo a las necesidades y desafíos que enfrenta.

Conozco a unos cuantos funcionarios que viven de la mamadera estatal y sobreviven a los cambios de gobierno sin hacer nada. Mejor dicho, precisamente por no hacer nada. Usted los debe haber identificado también, estimado lector. Aletargando la actividad privada, sin voluntad de diálogo, de adaptarse a los nuevos tiempos, mejorar, innovar o hacer cualquier cosa que pueda poner en riesgo la jubilación con la que ya sueñan. La estabilidad laboral absoluta es el salvavidas que permite a estos dinosaurios públicos mantenerse a flote, y a la vez el ancla para la evolución estatal.

Algún bienintencionado replicará que basta con diferenciar los ceses justificados de los injustificados. Probablemente, nunca haya tenido que lidiar con un juez laboral o la Sunafil. Tampoco debe haber conversado con un empresario formal que le haya contado el padecimiento de intentar explicar a un burócrata el manejo interno de su negocio y las razones detrás de un despido.

La mejor solución para estos casos de licenciamiento no sustentables “objetivamente” sería la indemnización del trabajador despedido, no la reposición. Quizá ahora que la izquierda peruana ha descubierto las bondades del cese laboral, deje de oponerse a reformar una legislación que perjudica tanto a las empresas como al Estado.