Las concesiones paralizadas cuestan 5% más al Estado cada año
Las concesiones paralizadas cuestan 5% más al Estado cada año
Iván Alonso

Las concesiones se han vuelto casi una mala palabra, pero algo tendrá que hacer el gobierno para devolverlas al lugar que les corresponde. Saquémonos de la cabeza, para empezar, la idea de que son necesarias porque el estado no tiene recursos suficientes para financiar las obras de infraestructura que el país necesita y tiene, por eso, que recurrir a la inversión privada. No; ésa no es la razón. No, al menos, para un buen número de concesiones, que han podido financiarse en términos favorables sólo porque el estado les daba algún tipo de garantía de pago. 

La razón por la que las concesiones son necesarias es que el político es proclive a lo que los economistas llaman “inconsistencia temporal”: construye una carretera para beneficio de las generaciones presente y futuras; pero, pasada la inauguración, pierde interés en asignarle recursos presupuestales para el mantenimiento. Puede tener las mejores intenciones al hacer la obra, pero esas intenciones no se cumplen a cabalidad porque su interés gira hacia otras cosas que, quizás con las mismas buenas intenciones, le llegan a parecer después más apremiantes. Hay una inconsistencia entre sus prioridades en distintos momentos del tiempo. Al concesionario, en cambio, se le puede obligar contractualmente a mantener la carretera en buenas condiciones. 

El descrédito en el que han caído las concesiones, por hechos que son de todos conocidos, es, sin embargo, solamente una parte del problema. La otra es que Proinversión, la entidad encargada de licitarlas, es una nave sin rumbo. No por falta de capitán ni de tripulación, sino porque no consigue llenar la bodega rápidamente con carga que resulte atractiva para el mercado mundial. 

Este gobierno ha tratado de agilizar los procesos de Proinversión dándole otra estructura, con un directorio que tendría tres representantes del sector privado y una serie de comités sectoriales, también integrados por representantes del sector privado, que orientarían a los funcionarios encargados de la licitación de los proyectos. Tales representantes nunca fueron nombrados, quizás porque nadie quería verse obligado a hacer ejercicios antes de cada sesión o porque, como ya había advertido un funcionario canadiense invitado a un evento sobre concesiones hace cosa de un año, los profesionales con la experiencia relevante para ocupar esos cargos van a tener conflictos de interés y preferirán abstenerse. 

La solución es más simple: los ministros que dirigen Proinversión deben poner esa responsabilidad en la parte alta de su agenda. Ayudaría también que los contratos de concesión fueran redactados con las manos –if you know what I mean, como dicen los gringos– para no multiplicar las consultas de los postores, consultas que, dicho sea de paso, muchas veces no son respondidas. Son los vacíos e inconsistencias de esos contratos los que hacen necesarias las tan vilipendiadas adendas, más que la viveza de los concesionarios

Pero lo más importante de todo es tener buenos proyectos. Sólo después de aprobar un examen de costos y beneficios debería encargársele un proyecto a Proinversión. Mejor todavía si esa evaluación, necesariamente basada en supuestos e inevitablemente sujeta a un margen de error, está consensuada con las principales autoridades con las que el inversionista tendrá que tratar cuando quiera llevarlo a cabo.