(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Iván Alonso

Los filósofos medievales llamaban pons asinorum (puente de los asnos) al teorema de Pitágoras, pues el que no podía cruzarlo no podía acceder a conocimientos matemáticos superiores. Dice este famoso teoremita que en un triángulo rectángulo (o sea, uno que tenga un ángulo recto) la suma de los cuadrados de los catetos (los lados más cortos) es igual al cuadrado de la hipotenusa (el lado más largo). Ya Platón había enseñado, en un célebre pasaje del Menón, que bastaba un espíritu libre de prejuicios, como el del esclavo que da nombre al diálogo, para hallar la demostración. 

Siempre nos hemos preguntado, desde que supimos de aquella expresión –un tanto ruda, por cierto, para el oído moderno–, si existe acaso en el campo de la economía una proposición de similar trascendencia. Sí existe, y es la siguiente: el libre comercio es mutuamente beneficioso. Dos personas que participan voluntariamente en una transacción comercial sienten, las dos, que estarán mejor haciendo la transacción que no haciéndola. Un profesor nuestro daba una prueba extraordinariamente simple: ¿por qué otra razón participarían? (why else would they trade?). Sería inconcebible que creyeran que la transacción los fuera a perjudicar. 

Adam Smith convirtió esa proposición en el principio organizador de la economía de mercado, la base de la prosperidad general. No dependemos –dice en La Riqueza de las Naciones– de que el carnicero, el cervecero o el panadero sean personas benevolentes. Podemos estar seguros de que su propio interés personal los motivará a ofrecernos aquellas cosas que a nosotros nos interesan. De esta manera, la carne, la cerveza y el pan aparecen en el mercado; y aparecen en condiciones tanto más favorables para nosotros cuantas más personas traten de persuadirnos de que les compremos esas mismas cosas u otras. 

Por supuesto que participar voluntariamente en una transacción que creemos va a mejorar nuestro bienestar no garantiza que quedemos contentos. A veces probamos cosas nuevas, sabiendo perfectamente que podrían gustarnos o no gustarnos. A veces, también, fallamos en nuestro cálculo de costos y beneficios. Pero cuando una conducta es repetitiva, es poco probable que la transacción no aumente el bienestar de ambas partes, aunque una de ellas no quiera reconocerlo. Un amigo publicista se quejaba hace años de la compañía de teléfonos porque todos los meses le llegaba una cuenta de 300 dólares por el uso del celular. ¿Y por qué lo usas así todos los meses?, le preguntamos. Ahí terminó la conversación. 

Eso no quiere decir, en absoluto, que la alternativa de quedarse sin celular, para seguir con el mismo ejemplo, sea agradable. Quiere decir simplemente que los beneficios de tener el celular a la mano, en lugar de ir a buscar un teléfono fijo cuando necesitaba comunicarse, valían más para nuestro amigo que los 300 dólares que pagaba. De lo contrario, no habría seguido usándolo. Era voluntario. Nadie lo obligaba. 

Cada vez que veamos una práctica comercial, una forma de hacer negocios o una modalidad de trabajo que nos parezca irracional o abusiva, haríamos bien en preguntarnos por qué los supuestamente afectados la aceptan y por qué nadie ha podido hasta ese momento ofrecerles una alternativa mejor. Descubriríamos quizás qué es lo que realmente valora la gente y por qué algunas prohibiciones están de más.