Gonzalo Ramírez de la Torre

Berlín, 10 de mayo de 1933. Las llamas de una hoguera encendida en la Opernplatz iluminan las caras de aproximadamente 5.000 estudiantes alemanes, todos calzados con uniformes nazis. Asisten al evento millares de personas, entre las que destacan funcionarios de alto nivel del régimen, como Joseph Goebbels. La SA y la SS vigilan al público mientras, uno a uno, los estudiantes se acercan a la pira para alimentarla de “antialemanes” y de “propaganda judía”.

“Contra la traición a los soldados alemanes durante la Gran Guerra, le doy a las llamas el trabajo de Erich Maria Remarque”, dice uno, mientras lanza copias de “” (hoy una notable película de Netflix) al fuego. Otros hicieron lo mismo con obras de Freud, Heine, Mann, Einstein y más.

No hay misterio detrás de la animadversión de los nazis contra los libros. Toda idea opuesta a su ideología, todo espacio en el que pudiese haber discrepancia y libertad de pensamiento, tenía que aplastarse para preservar su discurso. Y los libros, al siempre suponer registros de la realidad a partir de la perspectiva de uno o múltiples autores, siempre han sido plataformas para la divergencia y, en muchos casos, para sacudir el statu quo y a todos los que estén convencidos de la primacía de sus propias convicciones.

Las censuras y los ataques a ciertos libros y autores suelen ser impulsados o procurados precisamente por aquellos grupos que consideran que sus principios (morales o políticos) no dejan espacio para la discusión. Para los que creen, con arrogancia, que han conquistado verdades irrefutables. Y aunque en muchos casos ya no se apele a los métodos barbáricos del nazismo para proteger la supremacía de algunas ideas, nuestro tiempo no es ajeno a esto.

En agosto de este año, por ejemplo, el escritor Salman Rushdie fue apuñalado múltiples veces cuando estaba a punto de ofrecer una conferencia en Nueva York. Su atacante: un fanático que aparentemente quiso concretar la condena a muerte que el ayatolá Ruhollah Jomeiní impuso contra el autor en 1989 tras la publicación de “Los versos satánicos” (1988), un libro que, dijo, ofendía al islam.

En otra escala, un grupo de madres en Estados Unidos, que se hace llamar “Mamás por la libertad”, viene declarándole la guerra a algunos currículos escolares (cualquier parecido con CMHNTM, no es coincidencia) por las lecturas asignadas. Como reportó “The New Yorker”, el grupo ha puesto en la mira desde un libro sobre caballos de mar –como los machos quedan embarazados, lo acusan de promover la “fluidez de género”– hasta los que relatan mitos greco-romanos –los acusan de promover desde nudismo hasta canibalismo–.

Pero en nuestros tiempos el progresismo también es un ávido censor. El mes pasado, por ejemplo, un grupo de empleados de Penguin Random House y múltiples intelectuales estadounidenses enviaron una carta a la editorial pidiéndole que deshaga el contrato de publicación firmado con la jueza conservadora de la Corte Suprema del país norteamericano Amy Coney Barrett. Según ellos, su posición antiaborto y su voto para derogar ‘Roe vs. Wade’ (que había hecho del aborto un derecho en el país), es una posición contra los derechos humanos que la hacen merecedora de la censura. La editorial no cedió.

En todos los casos, los censores asumen que existen ideas, concepciones morales o hasta políticas públicas implementadas (o anuladas), sobre las que no cabe discusión. Y que, cuando alguien quiere hacerlo, no merece difusión. Pero sofocar la libre expresión de otros, sobre todo de las personas con las que discrepamos, es peligroso y antidemocrático.

El papel debe aguantar todo. Los libros tienen que ser transgresores, incómodos, hasta indignantes para algunos. Existen para abrirnos la mente y censurarlos, limitarlos o quemarlos nos hace daño a todos.