Socialismo y Mendoza, la misma cosa, por Franco Giuffra
Socialismo y Mendoza, la misma cosa, por Franco Giuffra
Franco Giuffra

Escucho y leo las declaraciones de la y no alcanzo a ver por ningún lado qué cosa pueda tener de ‘nueva’ la izquierda que ella representa.

Particularmente reveladora es su visión de la inversión privada y de la forma como el Estado la debería conducir o guiar. Sobre ello dijo hace poco que “la inversión [privada] tiene que ser en el marco de una planificación estratégica con el Estado, determinando qué actividades productoras tienen mayor potencial”. Y aunque dice que no “direccionaría” la actividad empresarial, deja claro que “no creemos que debamos estar sometidos al único y exclusivo interés empresarial, y que inviertan donde les da la gana”.

Esto no tiene nada de nuevo, es uno de los ejes ideológicos y prácticos del socialismo de siempre. La ilusión tecnocrática de que el Estado sabe y puede dirigir el esfuerzo de los privados hacia fines que estima prioritarios, estratégicos, mejores. 

Es el viejo precepto de la economía centralmente planificada, donde la dirección del desarrollo se pone en manos de entidades estatales que estiman en qué se debe invertir, qué conviene producir, qué sectores son ganadores y cuál debe ser, en fin, el derrotero de nuestro progreso.

Para que la agenda de prioridades resultante pueda hacerse efectiva, el conjunto del Estado y su burocracia se ponen al servicio de esa estrategia de desarrollo económico. Lo que empieza de una manera aparentemente bien intencionada, degenera rápidamente en distorsiones peligrosas. 

Subsidios, aranceles diferenciados, tipo de cambio especial, bancos de fomento y exoneraciones tributarias se ponen en funcionamiento para promover las actividades privilegiadas. Para desalentar otros emprendimientos, se establecen licencias previas, se encarecen las importaciones y se multiplican los controles.

Y si todo ello no genera suficiente inversión, nacen inevitablemente las empresas públicas, los institutos de desarrollo, las corporaciones estatales y otros vehículos para canalizar recursos fiscales en favor de los sectores e industrias que se estiman necesarios y estratégicos.

Todo convenientemente arropado de un discurso redistributivo, la crítica hacia el capitalismo salvaje e indolente, la denostación de la inversión extranjera y la reivindicación de diversos valores nacionales.

Lo que se afecta así no son únicamente los intereses de grandes y poderosos conglomerados económicos, sino la libertad de millones de individuos que quieren decidir por su cuenta qué hacer y qué producir. Como si el “mercado”, que consideran peligroso y del que desconfían, estuviera formado únicamente por grandes corporaciones, banqueros despiadados y transnacionales abusivas.

La legislación vigente no permite hoy desarrollar esta agenda socialista. Para ello, con toda coherencia, la candidata Mendoza ha sugerido ya un cambio constitucional y, necesariamente a continuación, una modificación sustantiva de centenares de normas que hoy no favorecen la implementación de sus ideas económicas.

“Se nos ha estigmatizado como antiinversión –ha dicho–, cuando nosotros le damos la bienvenida a las inversiones. Las necesitamos, pero respetando las reglas de juego”. Claramente no puede referirse a las reglas que hoy imperan, que no son conducentes a sus propuestas, sino a otras que, en su momento, ella sabrá dictar.

Todo este recetario ya lo probamos con amargos resultados. Por el bien del país, es muy deseable y necesario que el viejo socialismo de la nueva izquierda, que representa la candidata Mendoza, no se aleje mucho del 2% que la opinión pública hoy le concede. Y que con eso ella haga lo que le dé la gana.