(Foto: El Comercio)
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Diego Macera

Allá por el 2016, cuando el Partido Republicano de Estados Unidos todavía tenía una ideología que lo identificara, Paul Ryan conservaba su estatus de político principista y genuinamente comprometido con la causa conservadora en materias económicas. Habiendo sido elegido congresista con apenas 29 años, fue candidato a vicepresidente con Mitt Romney en el 2012 y desde el 2015 ocupa el cargo equivalente a la presidencia de la Cámara Baja del Congreso estadounidense. Ayer, Ryan –quien aún no cumple 50 años– anunció sorpresivamente que no buscará la reelección en su distrito electoral y, por ende, abandona una de las posiciones políticas más poderosas dentro de Estados Unidos. Se retira así de la escena política nacional con más pena que gloria.

Si alguien pregunta qué caracterizó la carrera de Ryan durante estos años, la respuesta debe ser su compromiso con un Estado menos dispendioso, uno en el que el déficit fiscal se mantiene bajo control, y su meticulosidad para los detalles presupuestales que ponen en riesgo este equilibrio entre ingresos y gastos. O, por lo menos, esa fue su imagen hasta que el presidente Donald Trump tomó las riendas del país. Ryan, en realidad, deja el cargo con un legado sorprendente y decepcionante para su perfil: un déficit fiscal US$200.000 millones mayor al esperado en el 2018 –casi equivalente a todo el PBI del Perú–, y una trayectoria fiscal en preocupante deterioro. Cuando el populismo del presidente Trump entró por la puerta grande, los principios de responsabilidad fiscal largamente defendidos por el Partido Republicano –y especialmente por Ryan– salieron por la ventana.

Y es que, cuando la estructura política se debilita como sucedió con el Partido Republicano frente al presidente Trump, es difícil mantener un frente organizado que defienda los mejores intereses del Estado en el largo plazo y combatir embates populistas. La responsabilidad fiscal no gana elecciones. Los beneficios de disponer del dinero público son inmediatos y visibles, mientras que los costos se ven años luego, agazapados al inicio en jerga económica tan poco llamativa para el público en general como “deterioro de la calificación crediticia” o “profundización de la brecha fiscal”. ¿A quién le importan esos conceptos vacíos cuando podemos tener hoy mejores salarios para los docentes o pensiones para los jubilados?

Pues a quienes les debe importar es a los partidos políticos llamados a tener responsabilidad nacional, a aquellos que aspiran a ser una presencia permanente en el escenario grande que trasciende el ciclo electoral. A estas alturas del presente artículo, resulta obvio que la reflexión no es pertinente solo para las salas de reunión de Washington D.C., sino –especialmente– para la representación peruana.

Los últimos 12 meses han sido testigos de una seguidilla insólita de proyectos de ley que, cuando no quitan ingresos al Estado, aumentan su gasto injustificadamente: la nivelación de pensiones militares y policiales, el paso de los trabajadores CAS a la planilla del Estado, los varios espacios nuevos de elusión para las pequeñas –y no tan pequeñas– empresas, la subvención mensual para las trabajadoras del hogar pagada con impuestos, entre varios otros. Solo sumando los costos de las iniciativas mencionadas, el déficit fiscal pasaría del 3% del PBI estimado para el 2019 a 5,6% del PBI, aproximadamente; una cifra inmanejable para una nación como la nuestra.

El destino de Ryan estuvo marcado por el progresivo alejamiento que tuvo con una base política que dejó de creer en él y en los ideales que decía profesar. Estados Unidos podrá volver a ser el mismo después del presidente Trump, pero el Partido Republicano difícilmente lo será, y los mercados han tomado nota de eso. El Perú, país que no es especialmente pródigo en fortalezas económicas, tiene como uno de sus pocos baluartes la responsabilidad macroeconómica. Ponerla en riesgo no es solamente suicida para el futuro económico del país, sino que también lo será para quien sea que aspire a liderarlo en esa situación.