(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Richard Webb

Contar la población es una costumbre antigua de las civilizaciones. La practicaban los egipcios y los chinos hace miles de años, y también los incas con la ayuda de sus formidables quipus. En esencia, el objetivo siempre ha sido el mismo: crear la data sistematizada que requiere la buena administración de cualquier colectividad humana, especialmente cuando es grande. Pero si bien el objetivo de un censo no ha cambiado, la motivación ha girado 180 grados. En las monarquías de ayer se trataba de contar el rebaño, o sea, identificar la base tributable. En las democracias de hoy la motivación es más bien conocer al cliente político, a quien debe servir el Estado.

La riqueza principal de un faraón, rey o inca era su población, fuente de la recaudación fiscal y de los reclutas para su ejército. Los censos realizados por el gobierno colonial en el Perú estuvieron motivados por necesidades fiscales, más aun porque la riqueza mineral de la Colonia fue disminuyendo mientras que la población se mantenía escasa e incluso reducida. Así, la importancia del tributo indígena fue aumentando a tal punto que, poco después de su abolición principista y emancipadora por San Martín, el gravamen esclavizante fue restituido por Bolívar, y se mantuvo varias décadas más hasta entrada la época del guano.

El historiador Paul Gootenberg ha observado, por ejemplo, que la mayoría de los censos coloniales, incluso durante el primer siglo de la República, eran en realidad registros fiscales remozados más que nuevas investigaciones, las que en el contexto geográfico y político peruano resultaban extraordinariamente difíciles de realizar. El interés especial de los censos coloniales en los datos de tipo racial estuvo motivado por una necesidad fiscal y no por un interés cultural, teniendo en cuenta que las tasas del tributo indígena y de otros impuestos eran mayores para los indios.

En las democracias actuales, la motivación principal para la realización de un censo viene más bien de las necesidades de la población, que necesita que las autoridades estén bien informadas sobre sus carencias y aspiraciones actuales y futuras. Si antes la entidad de gobierno más interesada en la realización de los censos era la Sunat u otra oficina recaudadora, hoy las oficinas públicas que esperan los resultados del levantamiento estadístico con especial ilusión son los ministerios de bienestar social que proveen servicios directos a la población (en nuestro caso, los ministerios de Educación, Salud, Interior, Desarrollo e Inclusión, Mujer y Poblaciones Vulnerables, y de Cultura, entidades cuyas acciones se dirigen a proveer necesidades particulares de la ciudadanía, muchas veces en forma directa a personas individuales).

El contexto de gobierno moderno y proactivo como distribuidor de necesidades individuales de la población es una forma de entender el paradójico regreso a la recolección censal de datos acerca de la raza o etnia. Es que la discriminación, además de ser una tara moral y social, es un obstáculo instrumental y práctico para el cumplimiento de las tareas distributivas del Estado. La enfermera mestiza o blanca que maltrata a una campesina indígena no solo comete un acto moralmente reprobable sino que reduce la calidad del servicio estrictamente médico que otorga el Estado. El funcionario no indígena de una UGEL, que discrepa privadamente con la valoración oficial de la educación bilingüe, y demora entonces la contratación de un maestro preparado para esa enseñanza, también falta doblemente, contra la moral y la eficiencia. Sin embargo, el justificable objetivo antidiscriminatorio para fines prácticos debe ser distinguido del interés político de algunos en la etnia como bandera política, bandera que debe ser contrastada con el objetivo de la nacionalidad común que, en mi opinión personal, es la bandera que merece la mayor prioridad.

Un tema censal menos comprendido es el de la exactitud. Ha sido práctica normal reconocer y publicar un margen de error estimado en base a los análisis posteriores a la recolección, pero en 1940 se produjo una intervención política para adulterar los resultados en forma deliberada. El presidente Manuel Prado objetó la cifra total del censo y pidió expresamente al entonces director de la Dirección Nacional de Estadística y Censos, Alberto Arca Parró, que el total no fuera menor a siete millones de habitantes, hecho sospechado pero que fue confesado por el director en una conversación privada con un colega mío. La dificultad para estimar la población de la selva fue aprovechada entonces para realizar una estimación generosa de esa población, dando el resultado buscado por Prado, de una población de 7’023.111.

Mirando al futuro, queda claro que vivimos un momento de gran cambio en cuanto a la estadística. De un lado se viene produciendo una explosión en la disponibilidad y uso de los datos, aumento facilitado por la tecnología digital y por las técnicas de encuesta. Es casi imposible ya realizar un diálogo acerca de cualquier tipo de gestión, pública o privada, sin el respaldo de un conjunto de estadísticas. Las noticias llegan también cargadas de números, y es previsible que esa tendencia siga en aumento, por lo que los censos, que sirven de pilares para la estimación de muchos otros datos, se vuelvan aun más importantes.

Es previsible que los censos serán reemplazados por el cada día mayor registro contemporáneo de datos que se produce en las transacciones con el Estado y con entidades privadas. En el extremo, chips incorporados al cuerpo harán innecesarios los censos, aunque abren las puertas a una preocupante invasión personal. Una segunda tendencia será la multidimensionalidad. El censo actual ha creado debates acerca de las opciones binarias o blanco y negro de muchas variables, que contrastan con la creciente aceptación de un mundo de matices y combinaciones múltiples, por ejemplo en cuanto al género, el trabajo, el emparejamiento, la identificación étnica y la residencia.

Por ahora, ¡únase a este gran acto nacional!