(Foto: El Comercio)
(Foto: El Comercio)
Marco Sifuentes

El discurso oficial de la identidad peruana se puede resumir en un cliché que muchos repiten en voz alta pero sin mucho convencimiento: todos somos cholos. Entendiéndose aquí que un cholo es un mestizo, alguien que tiene de inga y de mandinga pero también, obviamente, de europeo (como se han apresurado a destacar cientos de limeños en sus cuentas de Facebook, en las que, con la coartada del desconcierto ante el censo, exhibieron con ínfulas inocultables hasta el más mínimo atisbo de ascendencia “blanca”).

Pero una cosa es el discurso y otra, la realidad. En nuestro país, según la Base de Datos de Pueblos Indígenas u Originarios, elaborada por el Viceministerio de Interculturalidad gracias a la Ley de Consulta Previa, existen 55 pueblos indígenas. No son mestizos ni cholos. Son pueblos originarios. Todos ellos viven una permanente situación de olvido, abuso y exclusión. Solo en la Amazonía tenemos 51. En los Andes, son cuatro (quechuas, aimaras, jaqarus y uros). Pero ojo aquí: no basta con hablar quechua, por ejemplo, para ser incluido en la base de datos. Esta fue elaborada en un proceso largo, colaborativo y con criterios objetivos como “continuidad histórica”, “conexión territorial”, “idioma” o “instituciones políticas o culturales distintivas”.

La pregunta de autoafirmación étnica ha sido recibida por los medios (siempre limeños) y la ciudadanía urbana en general con una frivolidad condescendiente que, paradójicamente, demuestra lo necesaria de esta indagación. Periodistas y opinólogos hablan de “razas”, concepto anacrónico, desautorizado por la ciencia y que la pregunta no menciona. Alguien incluso llegó a proponer que el censor anotara la “raza” del censado al ojo, a simple vista, usando –imagino– ese Pantone mental socioeconómico que nos han ido metiendo en la cabeza desde chiquitos a todos los peruanos. Pero se trata justamente de lo contrario. No de perpetuar estereotipos basados en la piel, sino de visibilizar pueblos que son parte del diverso legado cultural peruano aunque, a su vez, sean sistemáticamente ninguneados. Personas que, por sus antepasados y costumbres, necesitan que el Estado elabore políticas públicas específicas (sabiendo dónde viven, sus edades, actividades económicas, idiomas, etcétera).

Esa es, por lo menos, la intención de la pregunta. Lamentablemente, el censo no podría estar peor organizado. Un primer error: ignorar a las importantísimas comunidades tusán y nikkéi (si ya se está incluyendo a afrodescendientes y “blancos”). Pero el mayor vacío fue haber perdido una gran oportunidad de pedagogía: podrían haber salido voceros de distintas entidades a explicar la pertinencia y necesidad de las preguntas (especialmente cuando aún pensaban llenar las carceletas de las comisarías con los ciudadanos que se atrevieran a salir a pasear el domingo). Oportunidad perdida. Ojalá que en el próximo censo algunos vayamos entendiendo que el mestizaje urbano es solo una de las muy diversas formas de ser peruanos.