(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Carlos Meléndez

Dos amenazas acechan a la democracia en la actualidad. La primera está bien documentada: el populismo autoritario que, en todas sus variantes, desde las que se camuflan de “democracia iliberal” (populistas europeos de derecha) hasta aquellas que en un ejercicio de demagogia intelectual la llaman “populismo republicano” (la intelligentsia bolivariana), socava al Estado de derecho y al pluralismo. Algunos presidenciables se apropian de ese tipo de etiquetas de “márketing intelectual”, aunque no hayan sido generadas como producciones ad hoc para sus intereses. Con esto clarifico lo referido en mi columna anterior, sin ánimos de ofensas ni difamaciones.

La segunda amenaza no es percibida como tal, salvo por Jürgen Habermas, quien la responsabiliza de “vaciar la democracia”. Se trata de la tecnocracia, tan sobrevendida en nuestros predios, y tan comprometida con los fracasos de los últimos gobiernos, incluido el de Kuczynski. 

Para empezar, no se trata de identificar el prototipo del tecnócrata culpable. Este “debate” sobre si la gestión pública es ocupada por ‘yuppies made in Washington’ o gerentes-de-paso-por-el-Estado es secundario. Lo fundamental es que ambos perfiles de gestores comparten la razón tecnocrática. Hablo de la creencia fundamentalista de que los criterios técnicos son superiores a las consideraciones políticas, y que cualquier concesión a estas últimas es ensalzar el “populismo”. (En contraposición, la razón política incorpora criterios técnicos a la deliberación pública). 

Los portadores de la razón tecnocrática –al igual que los operadores del populismo– se incomodan por la rendición de cuentas, desconfían de las organizaciones intermedias (partidos u otras representaciones colectivas) y rechazan la concepción de la gestión como expresión de la voluntad pública. Tergiversan así los procesos democráticos. Consideran que los juicios técnicos son suficientes para imponer sus voluntades, alineadas con “la mano invisible” del mercado. En sus versiones más radicales, la razón tecnocrática –y la populista– desprecia la política. Su obsesión por los ‘policies’ degrada la virtud del mundo del ‘politics’. 

En el Perú, la razón tecnocrática se impuso –no casualmente– con la destrucción del sistema de partidos, y se convirtió en hegemónica desde entonces. El posfujimorismo no la debilitó. Por el contrario, encontró en la “democracia sin partidos” su libre albedrío. Este credo tecnocrático es objeto de culto de nuestras élites y ha producido un fanatismo institucionalizado vía ‘think-tanks’ y opinología, una escudería que la defiende sin miedo a la superficialidad. Así, el editor de Economía de este Diario, Gonzalo Carranza, critica a Kuczynski haber dejado caer en desgracia a ciertos “funcionarios técnicos”, evidenciando con ello su “menosprecio por los tecnócratas”. La miopía antipolítica de esta postura no permite advertir que fue precisamente el menosprecio de Kuczynski a la política lo que socavó la mayor expresión gubernativa de la razón tecnocrática en nuestra historia. Es en vano querer tapar el sol con una columna. 

Lamentablemente, la política peruana está atrapada entre ambas amenazas, la populista y la tecnocrática que confunden al poder “soberano” (el ciudadano), con una visión limitada del “pueblo” y del “técnico”, respectivamente.