Por una vez, celebremos la buena nueva. Tras quinquenios de bronca letal, que incluyó siete procesos de vacancia y una disolución, el Congreso le está dando gobernabilidad al Ejecutivo. De vez en cuando, hay una interpelación, una ley aprobada por insistencia, una disonancia; pero prima la paz en las alturas. Si algo sorbe el seso de la presidenta Dina Boluarte y del primer ministro Alberto Otárola, no es el Congreso.
Las mayores amenazas a la gobernabilidad ya no vienen ni de la izquierda ni de la derecha congresal, sino de la calle y del extranjero que cuestiona abusos contra los derechos humanos. Entre diciembre y enero fue la mayoría congresal la que, en lugar de complicarle la vida, le dio aliento al Ejecutivo para que no se dejara vencer por las protestas. Irónicamente, a inicios de año, el Ejecutivo parecía más decidido que el Congreso a adelantar las elecciones. Recuerden que hasta presentó un proyecto para que estas fuesen el 2023 y no el 2024. En realidad, con esa apuesta, el Gobierno estaba poniendo a prueba la disposición del Congreso a respaldarlo. Lo que quería demostrar quedó demostrado.
¿Cómo cuestionar que hayamos pasado a una fase armónica entre los dos principales poderes de la nación? ¿Extrañan las broncas de PPK con la mayoría absoluta fujimorista, las de Vizcarra que llevaron a la disolución de un Congreso y a su vacancia por el que lo reemplazó, o las de Castillo con el bloque de derecha? Yo no las extraño, ¿usted? Lo que nos preocupa y arrebata es que el Congreso legisle con intereses subalternos, se lance contra reformas que han costado quinquenios de labor tecnocrática y se corrompa con ‘Niños’ y ‘mochasueldos’.
En resumen preliminar: no esperemos ni exijamos que el Ejecutivo sea el principal contendor de los defectos del Legislativo. En nuestro nuevo balance de poderes, podemos esperar más del Ministerio Público, del Tribunal Constitucional, de la procuraduría y de la contraloría (por cierto, entre la perversidad congresal hay proyectos para que sea el Congreso quien nombre a las cabezas de estos dos últimos entes). ¿De qué forma? Pues pidiéndoles que hagan una interpretación restrictiva de la inmunidad parlamentaria. Según la ley, esta solo existe para delitos no comunes; o sea, asociados a la función parlamentaria.
Con una lógica perversa, los congresistas pillados en tropelías buscan que se interprete que todo delito cometido con rasgos asociados a su condición de legisladores se considere “de función”. El colmo fue que, a Freddy Díaz, imputado de asalto sexual, se le respetó el derecho al antejuicio, ¡porque la víctima trabajaba en su despacho y el acto se produjo en una oficina congresal!
Calle, academia, medios y sociedad civil organizada tenemos que presionar para que la fiscalía y los entes mencionados procesen a los congresistas zamarros aplicando un criterio menos generoso de su inmunidad.