"Ahora que veo pasar al muchacho que limpia el gimnasio y que nos mira de reojo, mi decisión ha sido tomada: será la pelota rosada". (Foto: Getty)
"Ahora que veo pasar al muchacho que limpia el gimnasio y que nos mira de reojo, mi decisión ha sido tomada: será la pelota rosada". (Foto: Getty)
Gustavo Rodríguez

“Agarren una pelota”, nos dice la instructora.

Noto que hay dos a mi derecha, una rosada y una celeste: la rosada es la más cercana.

Entonces, como quien se enfrenta a la decisión entre los dos cables de un explosivo, en mi mente se abre un paréntesis descomunal alimentado por una vida de condicionamientos. La primera vez que vine a este gimnasio fue hace varios años y perseguía el torso que Stallone y Van Damme le habían mostrado a mi generación. Series y repeticiones, máquinas y mancuernas, bíceps y tríceps, deltoides y pectorales, adrenalina y proteínas: todo lo hice con rigor mecánico. Por entonces hasta llegué a escribir en la célebre “Etiqueta Negra” un elogio de los gimnasios. Con el tiempo el rigor se redujo, pero la rutina se mantuvo: tal vez los músculos de Van Damme fuera pedir demasiado, quizá fuera más alcanzable la tonicidad de Bruce Lee.

Hace un tiempo, la espalda me cobró con saña el peaje acumulado de los trechos mal trajinados. “¿Haces estiramientos?”, me preguntó la especialista en la primera consulta. No. “¿Ejercitas glúteos y piernas?”. No mucho, confesé, en tanto caía en cuenta de que los varones solemos soñar con la silueta de un triángulo invertido. “Haz yoga o pilates”, fue su recomendación a lo largo de un prolongado tratamiento que implicó masajes, electricidad, magnetismo y volver a aprender a sentarme. Y aquí me tienen, bien temprano en mi clase de pilates, junto a mi tapete y frente a este par de pelotas plásticas. Salvo poquísimas excepciones, en todas las clases he sido el único hombre, tal como hoy. “Buenos días, chicas”, nos dijo la instructora hace un rato y yo me siento más cómodo al ver que ya lo dice sin importarle mi reacción.

La pelota rosada refleja los fluorescentes del techo, pero la celeste también emite destellos. Mis compañeras se aprestan a recoger las suyas, en tanto mi paréntesis sigue abierto. En él subyacen mil visiones, empezando por las más recientes en este mismo lugar: los varones que se asoman al vidrio de la puerta, que aguaitan nuestros movimientos pero no se deciden a entrar; el reflejo de mis compañeras en el enorme espejo, tratando de emular la elegancia con que la instructora estira las piernas; mi propio reflejo hace un instante, con una mano en la cintura y la otra formando un arco, recordándome postales de bailarinas en suelos de madera; las indicaciones de cerrar abdomen y trabajar los glúteos, cuando la mayor parte de mi vida me la pasé pensando que el poto solo lo ejercitan las mujeres; las manos que le metían en mi colegio de varones a un compañero que destacaba en gimnasia; esa chompa amarillo patito que me costaba ponerme en ese contexto de machos; una risa aguda que un día se me escapó cuando estudiaba en un instituto y que algunos tomaron como un indicio de que era homosexual. Ahora que veo pasar al muchacho que limpia el gimnasio y que nos mira de reojo, mi decisión ha sido tomada: será la pelota rosada. “Súbanla sobre sus cabezas” indica la instructora, “ahora pónganse en puntitas”. El espejo devuelve mi figura estirada, forrada en licra, y sonrío por dentro.

Ser macho es como ser elegante: si tienes que esforzarte por demostrarlo, es que no lo eres.