Ninguno de los dos países alumbra narrativas de inclusión para sus sociedades informales
Ninguno de los dos países alumbra narrativas de inclusión para sus sociedades informales
Carlos Meléndez

El éxito de una película extranjera también puede medirse, más allá de lo artístico, por cuánto dice de realidades aparentemente ajenas. “Roma”, la película del mexicano Alfonso Cuarón, coloca los dramas personales de dos mujeres en un contexto de relaciones sociales interclasistas, en los que la compasión y el apoyo afectivo no diluyen la discriminación y el resentimiento de sociedades, como cualquiera latinoamericana, donde la igualdad es ilusoria. Pero, ¿qué puede hacer la política con el verticalismo automático de esferas sociales en donde el dinero, la raza y el sexo se superponen para mantener a las mayorías populares históricamente dominadas?

López Obrador gobierna con una popularidad similar a la de en el Perú. Las mayorías de ambos países han decidido respaldarlos por default –México por las urnas; el Perú casi por azar–. Los escándalos de corrupción que involucraron a los gobiernos “reformistas” de Peña Nieto y Kuczynski, vaciaron las resistencias de sus respectivos establishments. Las oposiciones, frecuentemente a la expectativa del desprestigio presidencial, no aparecen como alternativas confiables.

Los partidos tradicionales en México –especialmente el PRI– se han descalabrado a tal punto, que algunos sostienen que sus identidades partidarias ya están en extinción. En el Perú se augura similar destino al fujimorismo. En ambos casos, estamos ante expresiones políticas con agendas para el mundo popular, articuladas bajo la premisa reaccionaria del control “de los de abajo” a través del clientelismo y la prebenda. Tal ha sido el empoderamiento, que las clases acomodadas lo han estigmatizado como “resentimiento social”. Pero en contextos de actores ilegales más poderosos que el propio Estado (narcotráfico, crimen organizado), dichas otrora fuerzas políticas han terminado desbordadas, corrompidas e incriminadas.

Ni López Obrador ni Vizcarra expresan la complejidad de sus respectivos sectores populares. Sus gestiones se caracterizan más por el respaldo de clases medias y altas que de bajas. Logran ciertas sintonías populares cuando ensayan mecanismos de democracia directa –referéndum y plebiscitos–, pues en las informalizadas sociedades mexicana y peruana (con un promedio de 60% de fuerza laboral informal) la carencia de intermediarios impone una vinculación directa y precisa entre el “pueblo” y el “soberano”. No son las sofisticadas consultas ciudadanas de corte europeo, sino episodios de desfogue social de naciones con modernizaciones excluyentes que no han roto el verticalismo de sus discriminaciones estructurales.

Los caminos de las frustraciones sociales y políticas que Cuarón recrea conducen a la política por el salvavidas temporal de los personalismos – y Vizcarra–. Ninguno de los dos países alumbra narrativas de inclusión para sus sociedades informales. Más allá del orgullo de la buena comida y de los ancestros prehispánicos, no existen identidades políticas que cohesionen esperanzas. El progresismo de reminiscencias cepalianas del ex alcalde de la Ciudad de México, tanto como el pragmatismo sin ideología del ex gobernador de Moquegua, abundan en parroquialismos, lo cual los hace obsoletos frente a las desafiantes demandas contemporáneas, acechadas por la incredulidad y el desasosiego multitudinarios.