(Ilustración: Rolando Pinillos/El Comercio)
(Ilustración: Rolando Pinillos/El Comercio)
Carlos Meléndez

Si sumamos el dinero que según Jorge Barata repartió a los partidos peruanos, contabilizamos 8,4 millones de dólares. Se ha mencionado que, de ser cierta la confesión, la fuente corruptora no discriminó posición ideológica alguna en la distribución de los irregulares fondos. Sin embargo, no se ha prestado atención a las características de los entes receptores, institucionalmente endebles. ¿Qué hace tanto dinero en organizaciones tan débiles? 

Nuestros “partidos” son altamente personalizados y arbitrarios en sus procedimientos internos. En campañas, sus mínimas estructuras –informales per se– son agitadas por el vaivén de las candidaturas. Políticos ambiciosos buscan su oportunidad desde cualquier puesto. Cada quien con su propio aporte económico, cuyo origen es difícil de rastrear. A ello se agregan cuantiosas sumas que llegan en momentos decisivos, desembolsadas por grandes empresarios movidos por conveniencias de negocio o miedo a “radicales antisistema”. Estos “partidos” no están preparados estructuralmente para administrar tanto dinero. Por eso, sus cabezas no se responsabilizan (“Yo no recibí nada”), y es probable que gran parte de la plata se haya desviado para beneficio de los intermediarios.  

Desde hace décadas, en los organismos de cooperación internacional dedicados a fortalecer la democracia en América Latina –por cierto, nunca tan mal como ahora– predomina una receta legalista que impulsa la burocratización del partido político y promueve, en exceso, prohibiciones y exigencias que regulan la administración de sus fondos. Las recomendaciones de reforma política en la materia –y me incluyo como consultor– han obviado cuestiones fundamentales: entender cómo son y cómo funcionan los partidos hoy, incluyendo las modalidades de delitos que se cometen al financiarlos. Aceptemos de una buena vez que los partidos no van a formalizarse bajo el patrón conocido del siglo XX. Debemos apelar a la creatividad fundada en diagnósticos sociológicos, antes que al ‘wishful thinking’ de la “sociedad civil”. Ensayemos. ¿Podrían las actividades partidarias más onerosas ser patrocinadas directamente por terceros, en coordinación con las dirigencias partidistas? No se trata de distanciar al empresariado del financiamiento de la política, sino de hacerlo funcional y diáfano.  

Por ejemplo, ‘think tanks’ con presupuesto privado –deducido de tributaciones, algo así como “partidos por impuestos”– podrían servir de reclutadores de asesores parlamentarios. Se disminuye así la planilla congresal, y se gana en calidad. Por otro lado, la publicidad electoral televisada –la más cara– podría ser reducida exclusivamente a las “franjas” cubiertas por el Estado. Además, si la militancia ya es una ficción, no tiene sentido invertir más en comités partidarios permanentes. Mejor hacerlo solo para coordinaciones de campaña, solventados por fundaciones o empresarios locales. Únicamente se reconocería una coordinación provincial de campaña donde hubiere un sponsor local, pública y legalmente identificado.  

Como ven, no se trata solo de abaratar las campañas, sino de una reingeniería del funcionamiento de la política y de su proselitismo, pensada para partidos light. Para escándalos como Lava Jato, un “shock institucional” aparece como la única salida.