(Foto: Referencial)
(Foto: Referencial)
Patricia del Río

La lucha para detener la es agotadora. Después de cada marcha, aparecen nuevas degolladas, golpeadas, quemadas. Tras cada denuncia vemos horrorizados nuevas imágenes en televisión de una madre arrastrada, humillada, pateada. Por cada columna, como esta, tratando de generar más conciencia, escucharemos a políticos y congresistas horrorizados con la palabra ‘género’ y poniéndole trabas a una educación basada en la igualdad.

Resulta agotador, pero no podemos bajar los brazos, porque millones de hombres siguen con los puños en alto, estampándolos contra la cara, huesos, pechos de mujeres que ya no saben qué hacer para defenderse.

Y es que no avanzamos. La cifra de de este año superará con seguridad la del 2017. El domingo murió en Puerto Maldonado una joven a la que su pareja asfixió, golpeó hasta la muerte y luego quemó. Ayer amanecimos con la horrenda historia de una madre que fue degollada frente a sus propios hijos en Chorrillos. En Arequipa, la semana pasada una joven de 18 años murió golpeada y quemada por su enamorado, y ese mismo día en Chulucanas, Piura, otra mujer de 28 años fue atacada a puñaladas por su pareja hasta dejarla sin vida. No hay mañana que en los noticieros no tengamos que dar cuenta de una mujer a la que mataron o a la que intentaron matar y fallaron en el intento. Ya no tiene mucho sentido citar los casos, dar sus nombres, explicar las circunstancias en que ocurrieron los hechos, porque a ellas no les va a devolver la vida, y tampoco va a servir para proteger las de nosotras, las que seguimos acá.

Porque mientras lloramos la muerte de una madre degollada, el Parlamento cita a una trabajadora de una aerolínea para que explique cómo un congresista le tocó el poto. Porque mientras nos espantamos por la pateadura que le dieron a una madre en Ica; en redes sociales la agresión inaceptable que sufrió la señora Keiko Fujimori de parte de Carlos Galdós sirve para que se ataquen caviares versus fujiapristas, en un pleito vergonzoso en lo que lo último que importa es el insulto que todos debieran condenar. Porque mientras se fuga el juez Hinostroza que se atrevía a negociar penas sobre niñas violadas, se hacen marchas, se construyen campañas, se venden productos, se organizan maratones en los que el tema de la mujer no es una causa, sino una especie de gancho para llamar la atención sobre marcas y objetivos comerciales.

No. No mejoramos porque estamos dejando de ser una causa a la que todos debiéramos adherirnos para convertirnos en un pretexto para enfrentamientos estúpidos, pleitos ajenos, o visibilidades frívolas. Y sí pues, todo resulta cada vez más agotador… y desolador.