Chancho Disney al palo, por Gustavo Rodríguez
Chancho Disney al palo, por Gustavo Rodríguez
Gustavo Rodríguez

Cada vez que he pasado por la vía rápida que limita con al borde del mar, me he sorprendido de lo enorme que es nuestra feria gastronómica. A veces creo que se podría escuchar una canción completa de Ramones mientras se la recorre en auto de punta a punta.

Este año enfrenté a mi fobia a las colas y entré por fin a esta maqueta del país de las mil cocinas, porque siempre he pensado que visitarla es algo que todo peruano curioso debería hacer una vez en la vida. 

Lo primero que debo decir es que es una rareza a escala internacional. No hay otro país en Sudamérica donde podría articularse una feria así, porque no existe en este subcontinente una población como la peruana, que lleva consumiendo tanta diversidad cultural desde la cuna, aun sin sospecharlo. Además –esto lo corrobora Mariano Valderrama, uno de sus artífices–, Mistura es única en el mundo porque en ella intervienen todos los actores de nuestra cadena gastronómica: productores agrarios, panaderos, carretillas callejeras, huariques y hasta comedores populares. 

Así como el pez no sabe que está rodeado de agua, temo que los peruanos no nos demos cuenta de la cantidad de ingenios, esfuerzos y mecanismos que se han tenido que dar para que esta feria funcione. Cuando un limeño promedio escucha la palabra ‘Mistura’, en su mente se forma lo que también se formaba en la mía hasta hace poco: legiones que hacen colas para comer todo aquello que en nuestras ciudades se encuentra de forma separada. Esta percepción se limita a describir la gratificación de papilas y sistemas gástricos y, si se es generoso, los momentos que se pueden disfrutar en familia en una ciudad que no se caracteriza por tener muchos espacios públicos. 

Sin embargo, sospecho que el orgullo por nuestra cultura no se encuentra tan presente. 

Puedo imaginar a un limeño diciendo que salió satisfecho de Mistura porque encontró el chancho al palo más rico, pero no porque ha sentido orgullo del país tan variado que lo vio nacer.

Probablemente, la proyección futura de esta feria dependa de explotar esta relación incipiente.

¿Y si Mistura no solo fuera el espacio enorme donde compartimos nuestros platos sino también donde aprendemos el largo camino que tomó el milagro de sus recetas? ¿Y si las rutas de degustación se nos mostraran con una museografía lúdica? ¿Y si este gigante se convirtiera en una del orgullo cultural? ¿Que mientras se hace la cola para ese chancho al palo uno aprendiera que sin el aporte de España no existiría dicho plato –ni el , dicho sea de paso– o que sin la llegada de nuestros antepasados chinos tampoco podrías servirte ese lomo saltado?

Una cosa es salir bien comido y, otra mucho mejor, es sentirte enriquecido. Con lo primero todo queda en conversación trivial; con lo segundo te haces más dueño de tu cultura.

Finalizaré estas líneas comentando otro asunto que me dejó admirado: el esfuerzo, salvaje y carísimo, de levantar una ciudad artificial para tener que desmontarla diez días después. Luego de constatar que nuestras ferias del libro pasan por lo mismo, es claro que la falta de un recinto ferial estable en nuestras ciudades atenta contra los gremios culturales tanto como las plagas amenazan a cualquier cosecha.