"El enfrentamiento entre partidarios de la globalización y nacionalistas volvió a verse la semana pasada en las elecciones francesas".  (Ilustración: Giovanni Tazza)
"El enfrentamiento entre partidarios de la globalización y nacionalistas volvió a verse la semana pasada en las elecciones francesas". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Richard Webb

Llevo algo más de medio siglo trabajando como economista y no recuerdo un año en que no haya sonado la alarmada advertencia de que vivir con extrema desigualdad económica equivalía a vivir al pie del volcán. La frecuencia y el calor de esos avisos han variado en el tiempo, pero la preocupación no desaparece. Las alarmas más estridentes y frecuentes tienen una evidente motivación política, pero no han faltado voces que han sustentado el argumento con rigor académico. Una de ellas ha sido la del economista peruano Adolfo Figueroa, quien no ha dejado de insistir en esa admonición desde los años setenta, cuando coincidimos en estudios sobre el tema distributivo. Una publicación resumiendo nuestras respectivas investigaciones fue editada en esos años por el Instituto de Estudios Peruanos, y acaba de ser reeditada.

Paradójicamente, nuestro libro fue publicado unos años después de la reforma agraria decretada por el gobierno de Velasco, sin duda la medida redistributiva más drástica llevada a cabo por un gobierno peruano, cuya justificación fue precisamente la necesidad de protegernos de una erupción del volcán. Sin embargo, la ilusión de la protección duró poco porque apenas diez años más tarde y casi sin hacer mella en la pobreza rural, se inició la ola del terrorismo. Aprendemos que el atrevimiento redistributivo no es suficiente. Hacer cirugía social es entrar en terrenos y complicaciones poco conocidos.

Pasada la emergencia terrorista, en los años noventa, el Perú retomó su preocupación por el volcán. Esta vez, la estrategia consistió no en una redistribución directa sino en atender varias carencias y aspiraciones humanas, con fuertes expansiones en los servicios de salud, educación e infraestructura para la población más pobre en el interior del país, que había sido además el terreno fértil para la subversión. Luego, la redistribución desagregada y selectiva se extendió para incluir los programas Juntos y de reparto de alimentos, como defensa contra los casos más extremos de hambre, y el programa Pensión 65 para proteger al grupo particularmente vulnerable de adultos mayores. Esta estrategia ha incluido además una mayor atención a las formas selectivas de inequidad, como las medidas a favor de la igualdad de género y de protección de poblaciones étnicas.

Mantener la estabilidad social se va revelando como un arte altamente psicológico y político. No sorprende entonces que las herramientas del economista, especialmente sus coeficientes y porcentajes, digan poco acerca del tamaño del problema, y aún menos acerca del camino para aminorarlo. La sensación de injusticia distributiva, al igual que con cualquier otra forma de injusticia, es determinada no tanto por una percepción de números sino por la percepción de las circunstancias y justificaciones detrás de los números. Esa realidad psicológica se hizo evidente con el trato diferenciado que tuvieron las medidas redistributivas del gobierno de Velasco. Recibir rentas de propiedades agrícolas era particularmente pecaminoso. Recibir utilidades de una fábrica merecía menos castigo. El comunero con diez hectáreas, que se niega a compartir con su vecino que tiene solo una hectárea, lo hace diciendo que el vecino es un flojo y un borracho y que no merece ayuda. La lucha entre el mérito y la necesidad empieza en el peldaño más bajo de la escalera distributiva.