Estado de guerra, por Patricia del Río
Estado de guerra, por Patricia del Río
Patricia del Río

Me gustan las historias de guerra. Me genera cierta fascinación ver cómo el ser humano se comporta en situaciones límites: hay quienes logran dejar intacta su humanidad y son ganados por su solidaridad y por su preocupación por el otro. Y están los que simplemente responden a su instinto de supervivencia: son depredadores, sujetos fuertes cuya principal misión es mantenerse con vida a cualquier precio y a costa de quien sea. 

Lo que está claro es que absolutamente todos, los solidarios y los egoístas, responden a circunstancias extremas. Están tratando de adaptarse a un mundo donde las reglas básicas han quedado suspendidas, donde la vida ya no tiene mayor valor, donde la convivencia en sociedad se reemplaza por un intento desesperado y personal de resistir. De salir adelante.

Por eso las historias de guerra son tan tristes y tan fascinantes. Son la única oportunidad en que los hombres y mujeres tenemos la posibilidad de descubrir de qué estamos hechos: matar a un niño por una botella de agua, asfixiar a tu propio hijo para que su llanto no atraiga al enemigo, saquear un supermercado aunque nunca hayas sido capaz de robar un chicle, saltar a un río para salvar a alguien son decisiones que se toman por desesperación. Porque ya no te queda otra. 

Es curioso, pero a veces olvidamos que en el Perú vivimos más de una década de guerra. No solo por la lucha interna contra el terrorismo, sino por la crisis galopante de los años 80 que convirtió al país en un enorme campo de batalla. Las reglas no existían, comprábamos azúcar en el mercado negro, las madres se colaban en la fila para conseguir pan, nos colgábamos del bus para llegar a nuestro destino, los campesinos les daban de comer a los terroristas para que no los fusilaran y les regalaban sus vacas a los militares para que no los creyeran colaboracionistas. 

Hay quienes tienen nostalgia del pasado, pero la cantidad de cosas aberrantes a las que nos acostumbramos solo son comparables a las que suceden en grandes catástrofes. La gente aprendió a construirse su propia casa donde podía, a levantar su negocio en la vía pública, a arreglárselas de cualquier forma porque nadie iba a hacer nada por ellos. Hasta hoy recuerdo la portada de la revista “Caretas” posatentado de Tarata: varios periodistas y civiles cargando un herido. No había nadie más a quién recurrir.

No. No hay nada que añorar en ese pasado cargado de dolor, pero, tal vez, lo que deberíamos reflexionar todos es cuánto de ese comportamiento seguimos aplicando hoy que ya no somos un país en guerra. Cuánto egoísmo y ‘alpinchismo’ hay en el caso de un muchacho que atropella absolutamente borracho, dos veces, a otro joven y escapa. Cuánta indiferencia encontramos en un Estado que, teniendo recursos, aún no cuenta con un sistema de emergencia integral e independiente capaz de auxiliar a 70 heridos en una carretera o controlar los daños causados por los huaicos que caen todos los años por el mismo lugar.

¿Cuánto de esa actitud de “sálvense quien pueda que me las arreglo solo” sigue marcando nuestro día a día? El tráfico, la suciedad en las playas, la falta de respeto de los ciudadanos entre sí y el desprecio por las normas básicas son un ejemplo de que somos un país que vive en un perenne estado mental de guerra. Y así, vamos a terminar aniquilándonos todos.