La historia del niño, por Patricia del Río
La historia del niño, por Patricia del Río
Patricia del Río

No es fácil para ningún padre evaluar si lo que le está enseñando a su hijo es bueno o malo. En el momento en que decides llevarlo a una procesión, al teatro, o a alguna actividad cívica no puedes estar seguro de si esa experiencia lo hace mejor persona, o lo confunde. Estoy convencida de que mi madre me llevaba a la procesión de Semana Santa con la mejor intención, pero yo solo pensaba que había muchas velas, que todo estaba oscuro, que me iba a perder. 

Todos los días tomamos decisiones que les pueden complicar la vida a nuestros hijos. Sin embargo, si nos propusiéramos evaluar a cada instante si estamos haciendo lo correcto seríamos padres inseguros, poco espontáneos y controladores. Lo único que nos queda para seguir adelante es confiar en nosotros. Asumir que esos valores que defendemos son válidos y son transmisibles. Y por sobre todas las cosas, confiar en nuestro inmenso amor por ellos, y en la convicción de que nunca haríamos nada con la intención de dañarlos.

El último sábado, miles de ciudadanos (sí, miles) marchamos por las calles de Lima exigiendo que se legalizara la unión civil entre personas del mismo sexo. Hombres, mujeres, gays, homosexuales, transexuales, niños y ancianos de diversos colectivos, profesiones o clases sociales se reunieron para exigir que se respetaran todas las formas de amor, y que se les permitiera a todos quererse. A pesar de la fiesta que se vivió en el Centro de Lima, los que se oponen a este principio básico de igualdad pegaron el grito en el cielo cuando los asistentes difundimos, sin temor ni vergüenza, fotos con nuestros hijos. Nos acusaron de manipuladores, malos padres, de estar llenándoles la cabeza de ideas aberrantes. 

Las críticas venían cargadas de ira, y debo reconocer que nunca me han insultado ni cuestionado tanto mi labor de madre. Sin embargo, y esto es lo paradójico, jamás me he sentido más segura de haberle enseñado algo a Adriano. Nunca he estado más orgullosa de no temerle al qué dirán y pararme con mi hijo en la calle para pedir un mundo más igualitario. Adriano, como muchos de los niños que asistieron a la marcha, sabe perfectamente cuál era la demanda. Entiende que hay hombres que se quieren casar con hombres y mujeres con mujeres, porque se aman, y que eso no le hace daño a nadie. Y no, Adriano no está confundido ni se comporta diferente desde el último sábado. Sigue soñando con que algún día se casara con su amiga Tamara, pero todas las mañanas pregunta si la marcha ya dio resultado y si ya se pueden casar todos los que se aman.

Adriano es un niño perfectamente normal que está creciendo con menos prejuicios y miedos de los que tuve que enfrentar yo. Estoy segura de que todos los días, al igual que muchos padres, tomo decisiones que probablemente lo afectan, o lo asustan, o lo hacen más vulnerable. Pero haber caminado con él hasta la plaza San Martín pidiendo igualdad, haberle enseñado que el respeto y la tolerancia no son opciones sino obligaciones, es algo que nunca olvidaremos. Y así hoy nos griten o insulten, me quedo satisfecha porque él podrá contarles a sus propios hijos “yo estuve ahí el día que cambió la historia”.