(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Carlos Meléndez

La décima Encuesta Nacional sobre Percepción de la Corrupción –encargada por Proética– revela información pertinente para debatir a fondo sobre la informalidad. Según los resultados, un 84% considera que “la informalidad es negativa para el país”, un 13% la aprecia “positiva” y el 3% restante no precisa. ¿Qué beneficios encuentra ese 13% en la informalidad? Un 39% cree que provee más trabajos y un 31% que genera más competencia, argumentos asociados a la lógica salvaje de las leyes del mercado. Es decir, la informalidad como parte del engranaje de la “mano invisible” que rige nuestra economía. Se trata, pues, del dogma del liberalismo chicha tan influyente en lo que los intelectuales de derecha maquillan como “capitalismo popular”. De hecho, el 13% de percepción de informalidad como “no negativa” se incrementa a 18% en el NSE D.

Otras justificaciones están ligadas al rechazo al Estado. Del total de quienes evalúan positivamente la informalidad, un 27% lo hace porque “hay que pagar menos impuestos” y un 23% porque “el Estado no está detrás de uno”. El ethos antiestatal ha calado en un sector y busca elevar a máxima el estigma de la “maldita Sunat”.

Paradójicamente, creen que así hay “menos corrupción” (23%). Para los peruanos que así se identifican, el Estado no solo es ineficiente, sino además su enemigo. En esta visión confluyen dos procesos de debilitamiento del Estado: uno histórico (desde su fundación republicana) y otro más reciente (desde las reformas de ajuste). La fórmula “más mercado, menos Estado” fue vulgarizada a partir de las reformas de ajuste de los noventa. Su éxito en las macrocifras permitió a la tecnocracia que las ejecutó conquistar el sentido común de nuestro capitalismo. Sin embargo, no fueron capaces de esgrimir la importancia del desarrollo institucional para acompañar al “modelo”, ni de controlar la versión chicha de dicho liberalismo. Las justificaciones “positivas” de la informalidad sostienen una versión más retorcida de tal fórmula. No se malinterprete: las reformas de mercado marcaron un hito en nuestro desarrollo como país, pero es necesario –a casi treinta años de su aplicación– debatir sus consecuencias para plantear su superación.

La oda a la informalidad, un ‘by-product’ de la aplicación del ajuste, se ha enraizado en las mentes y los corazones de un sector de la población. Una dimensión antropológica del asentamiento de la informalidad, frecuentemente inadvertida, se imbrica –más allá de las transacciones económicas– con la forma en la que construimos nuestra comunidad. El declive del capital social, la desconfianza hacia el prójimo, la agresividad en las interacciones cotidianas, la pérdida del “largo plazo” como horizonte para la prevención, entre otros elementos, constituyen la estructura mental sobre la que se cimientan los “principales problemas del país” reportados en la encuesta citada: corrupción e inseguridad ciudadana. Quienes reivindican política e intelectualmente la aplicación del modelo (quieran llamarse “tecnocracia de derecha” o no) son responsables de abordar sus lastres. Gobernar también se trata de organizar la sociedad, no solo la economía.