Perú vs. Francia: las postales de los hinchas en el Ekaterimburgo Arena. (Foto: Reuters)
Perú vs. Francia: las postales de los hinchas en el Ekaterimburgo Arena. (Foto: Reuters)
Carlos Meléndez

En las últimas semanas, los peruanos hemos vivido con intensidad la participación de la selección peruana de fútbol en el , luego de 36 años de ausencia en este tipo de torneos. El debut con euforia, la antesala al partido contra Francia con nerviosismo y la eliminación con un sinsabor de que se pudo haber hecho más. En cualquier caso, se trata de reacciones emocionales compartidas por gran parte de la sociedad peruana. Para una sociedad sin causas colectivas, dichas emociones nos han hecho sentir parte de una comunidad, lo cual contrasta con la ausencia de relatos de integración nacional desde la arena política. El fútbol y la se han convertido en los protagonistas de nuestra narrativa nacional de orgullo, diversidad e integración.

No casualmente gastronomía y fútbol se sostienen en el talento, una suerte de don natural que no se adquiere, sino con el que se nace. Han sido personalidades “externas” –Gastón Acurio cuando regresó de Francia y el argentino Ricardo Gareca– quienes se encargaron de dar forma a las materias primas de nuestras manos y pies, y escalarlas a niveles de admiración internacional. Estas personalidades suplieron la ausencia de instituciones y de trabajo de largo plazo en sus respectivas áreas, y lograron que su trabajo sintonizara además con la cultura popular. Convirtieron la anécdota de una salsa a la huancaína o un toque en pared en el espejo en el que muchos peruanos queremos reflejarnos colectivamente. “Juegan todos juntos, como una familia”, dijo el futbolista francés Paul Pogbá luego de enfrentarnos en Ekaterimburgo.

Ante el fracaso de políticos e intelectuales de construir una narrativa de identidad nacional contemporánea, los peruanos la hemos encontrado de manera contingente. Ello explica el desborde, la exageración y el fanatismo. Somos capaces de llenar ferias de comida y estadios en cualquier parte del mundo, pero rápidamente perdemos de vista las líneas que separan la degustación del empache, la pasión futbolera del desquicio. Una narrativa nacional si bien requiere emocionar, también supone una cuota de racionalidad que sea nuestra ancla a tierra, que nos evite el ridículo público del triunfalismo injustificado y que nos prepare para asimilar la derrota sin regresar al derrotismo. Esa racionalidad –que Oblitas esboza cuando rechaza los homenajes– no la tenemos por ahora.

Las instituciones son las portadoras de la racionalidad en toda sociedad. Y sentimientos colectivos como el orgullo patrio también requieren institucionalizarse a través de políticas que promuevan los marcos de la celebración y el respeto. La subsistencia de cánticos xenófobos (antichilenos) y de referencias culinarias para la ofensa sexista (“cuántas rusas ya probaron el chile nacional”) son ejemplos de cómo la euforia puede devolvernos a la vergüenza. No caben dudas de que vivimos una coyuntura cultural inédita, la cual debe ser canalizada positivamente. El horizonte del bicentenario y la organización de los Juegos Panamericanos nos dan la posibilidad de reconstruir nuestra simbología identitaria ante los ojos de la comunidad internacional. Es un momento para preguntarnos en voz alta qué clase de país queremos ser.