Jorge Barata tiene abierta una investigación por el caso del Gasoducto Sur Peruano. En la empresa brasileña esperan que sea excluido del proceso. (Foto: Alessandro Currarino/Archivo El Comercio)
Jorge Barata tiene abierta una investigación por el caso del Gasoducto Sur Peruano. En la empresa brasileña esperan que sea excluido del proceso. (Foto: Alessandro Currarino/Archivo El Comercio)
Patricia del Río

Si nombramos al pintor Francisco de Goya, lo primero que probablemente les venga a la mente sean las majas. La desnuda y la vestida. Se trata de dos magníficas pinturas en las que aparece retratada la misma mujer, en una, está totalmente calata, y en la otra con un vestido delicado que insinúa sus formas. Las majas no son ni remotamente las mejores piezas de Goya, pero sí las más famosas. ¿La razón? La frivolidad y la cucufatería de siempre: hasta ahora, se sigue especulando quién fue la modelo y tanta exuberancia y vello púbico provocó que la Inquisición las mantuviera por décadas ocultas.

Mucho menos atención ha suscitado a lo largo de todos estos años, una parte de la obra de Goya realmente obscena: Los desastres de la guerra, una serie de 82 grabados que se presume fueron realizados entre 1810 y 1815. En ellos, el retratista de la corte bocetea con trazo tosco, casi apurado, el pavor de los seres humanos a punto de ser descuartizados, la impudicia con la que un soldado es capaz de castrar a un campesino, el hambre de los niños y el miedo de las mujeres. El horrendo espectáculo de la capacidad de aniquilarnos quedan garabateados, en lo que parecen las servilletas sucias de un bar oscuro. Los bocetos originales están guardados en el Museo el Prado como prueba de la necesidad del pintor de exorcizar todo lo mirado y lo vivido, y de provocar en el espectador una especie de náuseas por sí mismo.

El arte en general está lleno de manifestaciones grotescas, sin embargo eso que nos hace retirar la mirada de un lienzo, a veces no podemos identificarlo con tanta facilidad cuando de la realidad se trata. Esta semana, los peruanos hemos sido expuestos a un espectáculo en el que nuestra historia se ha abierto de piernas y nos ha mostrado su lado más vergonzante.

Nos hemos quedado estupefactos al escuchar a describir cómo lo perseguía por los pasadizos de Palacio, pidiéndole “Págame, carajo”; o cómo le llamaba la atención porque los pagos esporádicos, que debían llegarle, en efectivo, se retrasaban. La siempre educada , en cambio, llamó para confirmar que, los 3 millones de dólares que su gerente había pedido para la campaña del No, eran efectivamente para ese uso. El brasileño detalló las distintas formas en que codiciosos funcionarios y autoridades reclamaban su parte para que la corrupta empresa brasileña navegara con bandera de conchuda haciendo y deshaciendo en un país al que convirtió en su chacra.

Reseñar cada una de las miserabilidades de nuestra clase política y empresarial en esta historia resulta redundante. Lo que tal vez nunca nos dejará de sorprender en estos actos, tan patéticamente codiciosos, sea su suciedad. Su elementalidad. Esa vulgaridad que Goya deja plasmada en la cara del asesino que está a punto de hacer alarde de una maldad ordinaria.