Enrique Planas

Pasa regularmente por mi calle, sigiloso, atento a nuestro mínimo error. De color negro y de luces titilantes, un robusto camión con cadenas y ganchos adosados a su plataforma se ha convertido, para el imaginario vecinal, en un intimidante Transformer, esos robots capaces de convertirse en una pesadilla. Cualquier tarde, un concierto de bocinazos empieza a sonar en la única vía que lleva hacia el sur por la ruta de Barranco. Los autos forman una fila de cuadras mientras el operario se toma su tiempo, tal es la impunidad de su oficio. Desde la ventana, veo con mi hija la escena, un caso directo de abuso de autoridad. Un auto mal estacionado en una esquina ha provocado que la se detenga en el mismo cruce. Un agente de serenazgo lo acompaña para darle institucionalidad al acto.

La escena se hace más densa cuando varios conductores descienden de sus autos para reclamar y curiosos se hacen selfies en medio de una situación que, vista con indiferencia, alcanza el humor involuntario. Pero a muchos no les da risa. A mí me recuerda más bien aquella secuencia del filme “”, cuando sale de la panadería con el pastel de cumpleaños de su hija y descubre que la grúa acaba de remolcar su auto. La película argentina narraba seis historias sin relación entre sí, sobre personas aparentemente normales que, de pronto, experimentarán la ira como experiencia límite, con brutales consecuencias. En el caso del personaje interpretado por Darín, desoídos todos sus legítimos reclamos, preparará una venganza explosiva contra el sistema. Tras el éxito de la película, los diarios porteños empezaron a publicar noticias en que la vida real emulaba la cinta dirigida por Damián Szifrón: la del hombre que baleó al vecino porque le mojaba la vereda; la del jubilado que hirió a escopetazos a tres adolescentes que escuchaban música a todo volumen; el tipo que empezó a darle con un hacha a un auto estacionado en la puerta de su garaje.

La historia que mi hija y yo vemos desde la ventana tiene un final más bien mediocre: se resuelve con la llegada de la policía, con un agente que encara al conductor de la grúa y le propone bajar el auto o acompañarlo a la comisaría. Poco después, los engranajes del camión se activan y las llantas del vehículo capturado vuelven a apoyarse sobre el asfalto.

En el fondo, hartos e indignados como estamos, uno preferiría la resolución que propone la ficción: convertir en estallido la frustración cotidiana de los ciudadanos. Pero volvemos a pensarlo y, desde la ventana, damos un civilizado paso atrás, contemplando el tráfico que reinicia.

Enrique Planas es escritor y periodista