(Foto: Archivo familiar)
(Foto: Archivo familiar)
Patricia del Río

El cielo estaba nublado, el día húmedo y la mañana andaba con ese disfraz de tarde interminable. Parecía el día perfecto para quedarse en casa, esperando a la familia para el almuerzo, o para el lonche. Pero no. Con 101 años a cuestas, sus facultades intactas y sus ya naturales problemas para movilizarse, doña Lucha pidió a las Rositas (sus eternas compañeras) que la ayudaran a vestirse. Se puso impecable, se colocó su abrigo más caliente, se pintó la boca de rojo y llamó a su hija Marisol: “Llévame a votar”, le pidió.

Llegó al local en silla de ruedas, fue recibida con aplausos y ese domingo frío del 5 de junio, en el que Keiko Fujimori y Pedro Pablo Kuczynski peleaban una de las batallas electorales más duras de nuestra historia, la señora Lucha Villena de Labarthe, con más de un siglo de vida, ejerció, por última vez, su derecho a decidir sobre el futuro de su país.

Pero desde entonces ya pasaron varios años. Mi mamama Lucha murió esta semana. Hubiera cumplido 104 años en octubre. Podría contarles que fue una mujer rebelde y que desafió sus tiempos. Pero eso no sería del todo cierto. Fue audaz, sí; decidida, también; respetuosa y con un altísimo sentido del deber; más que nadie en este mundo. Pero sobre todo fue una mujer que supo, desde el lugar que le tocó, trabajar sin descanso para construir un futuro más amable. Crió hijos con amor y disciplina, engrió nietos con dedicación, apachurró bisnietos sin pudor; y transitó década tras década con una fe en los demás que solo la consiguen quienes miran a su prójimo con respeto.

De las millones de cosas que hizo mi abuela, votar a los 101 años no fue la más importante. Pero en estos momentos resulta la más simbólica; porque en ese acto tan simple, una mujer nacida a principios del siglo pasado reafirmaba su derecho a participar en un futuro que ella ya no disfrutaría, pero que tenía que asegurar para los suyos. Cuando los medios la vieron llegar toda emperifollada y alegre a su centro de votación, le preguntaron por qué hacía ese esfuerzo, y su respuesta fue lúcida y contundente: “A esta edad es poco lo que uno puede hacer por los demás. Esta es una de las cosas que sí puedo hacer para colaborar con un país mejor”.

Tremenda lección. En momentos en que la democracia se ve amenazada por mafias de corrupción, por sinvergüenzas, por prepotentes capaces de mentir, difamar y manipular para salvar el pellejo aunque el país reviente, a uno a veces le dan ganas de resignarse. Pero no se puede. Nos toca pintarnos los labios de rojo, colocarnos el abrigo de valientes y salir a pelear. Porque se lo debemos a quienes vienen y a quienes se fueron. Porque de eso se trata ser ciudadano.