(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Carlos Meléndez

No caben dudas del decisivo rol que ha jugado la cancillería peruana, a través de la promoción del , en la pugna por la democratización de Venezuela. Ello no solo refiere al relevante rol que juega Torre Tagle en los asuntos latinoamericanos, sino al útil mecanismo diplomático para incentivar el cambio de régimen en contextos autoritarios. Es decir, la validez de un factor internacional como contribuyente a una transición democrática.

Las luchas por la democracia no solo suceden en el campo doméstico. El Grupo de Lima –a pesar de sus limitaciones– ha permitido abandonar la modorra de la diplomacia continental y generar un sentido común regional (y mundial), a favor de la democratización de Venezuela. Tal respuesta ha sacudido el equilibrio abonado por otros factores adversos a la democratización del país petrolero: la política exterior cubana.

Como se sabe, parte del sostenimiento del gobierno de se explica por la asistencia cubana, especialmente en las áreas militares y de inteligencia (represión a la oposición, aniquilación del pluralismo), comunicacionales (cierre de prensa opositora, Telesur) y el control de la movilización (modelo prebendista a través de tarjetas de alimentación). El ideológico compañerismo del régimen castrista ha apadrinado aventuras autoritarias en el continente, siendo las administraciones de en Nicaragua y de Maduro en Venezuela sus últimos y más fieles bastiones. (La influencia en la administración de Evo Morales ha sido distinta). Es así que Cuba se ha erigido como la madre de todos los vicios de los autoritarismos de la izquierda del siglo XXI. Entonces, la utopía de una América Latina democrática pasa hoy, primero, por democratizar la isla.

La justificación para una presión internacional sobre Venezuela se sustenta, en gran parte, por la crisis humanitaria que ha tenido consecuencias palpables en sus países vecinos (sobre todo, a partir de la emigración masiva). Similar actitud de la comunidad internacional no ha existido sobre otros regímenes autoritarios contemporáneos, mucho menos respecto a Cuba, cuyos designios parecen confinarse a la política exterior estadounidense. ¿Es posible ejercer semejante presión latinoamericana para la democratización de la isla?

La tan mentada ‘apertura’ de Cuba no ha significado cambios respecto al régimen político. Todo lo contrario: la inminente reforma constitucional parece orientada a endurecer más el control de la cúpula. No es una reforma al estilo bolivariano (como las emprendidas en Venezuela, Ecuador y Bolivia), sino más bien de inspiración soviética. En tanto “Estado-céntrica”, como sostiene el especialista Rafael Rojas, desplaza las nociones de nación, patria, ciudadanía, república y pueblo. Los cubanos no son portadores ni beneficiarios de derechos. Solo el Estado los concede, en la forma, el tiempo y el espacio que estime. Así, se ajusta una tradición constitucionalista para preservar su totalitarismo: la ausencia de sociedad civil autónoma del poder político.

En un país que permite votaciones pero no elecciones, el referéndum de mañana podría arrojar luz sobre la posibilidad de democratización real en Cuba, lo cual haría mucho más factible la actuación de la comunidad internacional latinoamericana.