(Foto: Archivo El Comercio)
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Marco Sifuentes

Contra la creencia popular, la Feria del Hogar no murió cuando Servando (el de Florentino) le metió un tacle a un bombero en pleno concierto. Según declaró hace años su organizadora, Michele Lettersten, a Jaime de Althaus, la estocada final fue una ordenanza del alcalde Castañeda, en octubre del 2003, que hacía inviable el predio.

La historia viene a cuento porque la polémica de la visita del papa, en el fondo, destapa un tema crucial: la clamorosa ausencia de espacios públicos en Lima, en concreto, de recintos feriales. La nuestra es la capital más grande de América sin capacidad para albergar ni congresos de magnitud (como APEC), ni ferias multitudinarias (como Mistura) ni convenciones de primer orden (como la FIL) sin que haya que paralizar la ciudad o el evento sufra para encontrar sede cada año o se desborde por completo de gente buscando cualquier excusa para pasear. Resulta –para hablar en términos familiares al sentido común del limeño– poco rentable la carencia casi absoluta de palacios de exposiciones o centros de convenciones. Pero, además, la falta de áreas de esparcimiento público en general es inhumana. La ciudad es más grande pero menos acogedora.

Cuando Juan Pablo II fue a Lima en el 85 armó una reunión en el Jockey Club y otra en los arenales de Villa El Salvador. Cuando regresó en el 88, fue a Plaza San Miguel. Han pasado 30 años y la ciudad, con toda la plata que ha corrido desde entonces, no ha sido capaz de generar o incentivar espacios nuevos de reunión. Al contrario, como vimos al inicio, se han dedicado a matarlos y, en general, a acabar con cualquier vestigio de espacio público.

La Costa Verde, precisamente, es uno de los principales ejemplos gracias, también, en parte, a Castañeda (y a sus funcionarios que corren hacia atrás). En esencia, se ha convertido en un privilegio para los automóviles. Si no tienes carro, chapas tu taxi o bajas la escaleraza. No está diseñada para peatones. Menos aún para millones de peatones, aunque el congresista de oposición Salvador Heresi haya intentado compararla con Río (lo que tiene dos explicaciones: 1. No conoce Río, o 2. Nos quiere huevear).

Los anfitriones del papa no son los católicos sino todos los peruanos: los US$10 millones que va a costar la gracia saldrán de nuestros impuestos. No voy a discutir aquí la pertinencia de ese gasto porque es batalla perdida en nuestra premodernidad colonial. Pero, eso sí: el Estado debe velar por que nuestro dinero se invierta bien y no genere un potencial desastre. Eso es lo mínimo. Y si se insiste en la Costa Verde porque le da la pataleta a Cipriani, pues, adelante, regresemos al sálvese quien pueda. Yo me encargo de que mi familia no vaya. Los creyentes recen por un buen resultado. Pero, luego, cuando pase el temblor, sigamos discutiendo sobre la ausencia de espacios públicos en Lima.