Las marcas de las instituciones, por Rolando Arellano C.
Las marcas de las instituciones, por Rolando Arellano C.
Rolando Arellano C.

Como lo mostró “” la semana pasada, las empresas saben que sus nombres institucionales son muy valiosos, entre otras razones porque ayudan a dirigir mejor sus esfuerzos. Por ello, muchas empresas petroleras cambiaron sus nombres terminados en “Oil” por “Energy”, orientándose así a buscar energía, que es lo que sus clientes buscaban de ellas, en el viento, el agua o el hidrógeno y no solo en el petróleo. Si algo así ocurriera en algunas instituciones del país, su actuar podría mejorar. Veamos ejemplos.

Un caso es el de los “”, cuyo nombre les indica que deben vigilar que no haya problemas en el flujo vehicular. Quizá su función mejoraría si decidieran llamarse “facilitadores del tránsito”, que es lo que la sociedad espera que sean. Igual pasa con “”, que hace pensar en una acción reactiva más que preventiva. Si fuera “prevención civil”, o algo por el estilo, tendría más claros sus objetivos. Similar es el caso del “”, del que la gente espera que no solo la defienda de fuerzas externas sino que también proteja la economía, las comunicaciones, etc., del país. Llamarlo “Ministerio de Protección” (o algo mejor pensado) ayudaría a orientar su función.

Pero no siempre se trata de cambiar de nombre, sino de usar mejor el que se tiene. Por ejemplo, el “Ministerio de Educación” hoy dedica sus mayores esfuerzos a regular a las instituciones de enseñanza (función que nuevas leyes universitarias pretenden ampliar) y a administrar las escuelas públicas, dándole menos peso a la función más amplia de educar, que el país también necesita. Actúa más como “Ministerio de Instituciones Educativas” que como promotor de la educación en toda la población, la que incluye a empresas y familias.

Y a pesar de que el nombre de “” dice que su función es dar leyes, actúa bastante más como fiscal e investigador de funcionarios públicos diversos. No siendo esa su función formal, se agota en discusiones estériles, por lo que se le llama más “Parlamento” que “Legislativo”. Por otro lado, si el “Poder Ejecutivo” insistiera más en “ejecutar”, vería que el planeamiento al que dedica tanto tiempo solo tiene valor si se ejecuta lo planeado. Y si el Poder Judicial inculcase más a sus miembros que su nombre viene de “justicia”, que para ser válida debe ser rápida e imparcial, quizá ellos verían que su tarea no es “judicializar” las cosas sino hacer lo que su nombre en verdad les ordena.

Y, emulando a doña o a Marco Aurelio Denegri, podemos señalar el caso de la denominación de “servidores públicos”, cuya etimología es clara, pero que a veces es eclipsada por la de “funcionarios del Estado”, que orienta más a actuar hacia adentro que hacia afuera. Y también la de “primer mandatario”, que muchos interpretan como “el primero en mandar”, cuando la etimología dice que es el primero en recibir el mandato del pueblo que lo escogió.

Pero los problemas de nombre no son exclusivos del sector público. Solo como ejemplo podemos mencionar aquí el caso de los “partidos” desunidos, señalado varias veces por Carlos Meléndez en sus columnas recientes. “Partido” viene de “grupo de personas que se unen porque han tomado una posición, tomado partido”, pero algunos políticos parecen interpretarlo como “grupo dividido en partes o facciones”.