(Foto: El Comercio)
(Foto: El Comercio)
Gustavo Rodríguez

–Disculpa, Gustavo... es que necesito pedirte un favor.
El encargado de mi editorial hizo una pausa.
Quería encontrar, seguramente, una manera amable de no irritarme.
–Los chicos van a leer tu ...
–Qué bien.
–... pero el colegio ha pedido que, por favor, les envíes un video en el que...

Esta vez, al menos, la solicitud era razonable: ha habido veces en las que, sencillamente, el de turno prohibió mis textos. Y no me ha ocurrido solo a mí. La razón ya se debe intuir: se trata de esa costumbre, sonsamente bienintencionada, de resguardar a los púberes y adolescentes de los que contienen palabras obscenas.

Cualquier lector sabe que el primer reto de una obra de ficción es ser verosímil. Cuando la trama es realista, es impensable que los personajes no afronten el habla de su época y su contexto. ¿La novela habla de cogoteros de Tacora durante la última década? No espere, pues, que haya alguna boca juvenil que pronuncie la palabra “cacaseno”. ¿El cuento está poblado de adolescentes repletos de testosterona? Pues habrá paja, y no solo en el ojo ajeno. ¿El entorno es el de la explotación de mujeres en Madre de Dios? Ya se imaginará cómo se hablará en esos antros.

Pero existe otra consideración para salvaguardar a una obra literaria a pesar de sus “malas palabras”: el razonamiento de la parece basarse en que nuestros jóvenes se convierten en imbéciles cuando leen. Nadie les prohíbe ver en los cines esas películas en las que hay un asesino porque es evidente que con sumergirse en la trama no se convertirán en uno. Pretender que por leer obscenidades un joven terminará diciéndolas automáticamente es dudar de su inteligencia para adaptarse al contexto.

–Señor, puta madre, me gustaría salir con su hija...
–¿Qué has dicho?
–Sorry, es que así hablan en un libro que estoy leyendo.

Sin embargo, la razón más preocupante que encuentro detrás de esta supuesta protección es la incapacidad de los padres y los educadores para preparar a nuestra juventud para el mundo. Allá afuera está la realidad esperando con los colmillos afilados a nuestras muchachas y muchachos. ¿En serio los vamos a preparar para enfrentarse a ella ocultándoles lo compleja que es? ¿Qué es lo que seguirá? ¿Asociaciones que buscarán impedir que se les eduque sobre sexo?

Oh, wait. Cierto. Pensé que no las había.

Temo que nos vayamos a acostumbrar a ser una sociedad que prefiere la prohibición antes que darse el trabajo de explicar. Decir “¡te lo prohíbo!” es mucho más fácil, por supuesto, y parece funcionar en el momento. Pero vaya si no trae problemas en el largo plazo. Las consecuencias vienen con ciudadanos ensimismados en sus burbujas, incapaces de debatir la pertinencia de algo sin insultarse, sin contar la enorme cantidad de vidas truncadas por la ignorancia.

–… un video en el que le pidas ser editores– prosiguió el encargado de la editorial –y que los chicos evalúen si es necesario cambiar algunas palabras.
–No hay problema– le respondí –te lo hago. Pero te pido algo a cambio.
–Lo que quieras.
–Que difundas un artículo que voy a escribir sobre esto. Te prometo que no meteré tantas lisuras.