Mis primas, por Patricia del Río
Mis primas, por Patricia del Río
Patricia del Río

Crecí entre primas. Era normal que pasara mis días rodeada de las hijas de los hermanos y amigos de mis padres. Durante nuestra niñez, la relación fluyó siempre fácil. Hasta que un día crecimos. Abandonamos las muñecas por las fiestas, dejamos las colas de caballo por los peinados de grandes, empezamos a usar tangas en lugar de ropas de baño desteñidas. Nunca olvidaré nuestra primera fiesta con chicos. Tendríamos 12 o 13 años y me habían invitado, con dos de mis primas más queridas, a un tono de 15. Yo no era una niña especialmente bonita, tampoco fea. Tenía un pelo de rulos todo alborotado, negro y era más bien morena. Mis primas Luciana y Gracia eran graciosas, con ojos café, largos pelos castaños tirando para rubias. Yo era la más distinta de las tres, pero creo que nunca había reparado en ese detalle, hasta que llegó el momento en que teníamos que salir a bailar. Las chicas paradas a la izquierda esperábamos que los adolescentes, nerviosos, nos invitaran. Empezaron a acercarse y ocurrió algo que hoy recuerdo con un ataque de risa, pero que entonces fue un hecho traumático: nadie me sacaba a bailar. Mis primas veían cómo los chicos se peleaban por ellas y hacían cola para invitarlas. Yo “planché” toda la noche. 

Ese día, y tal vez por eso lo recuerdo con tanta claridad, pasó algo que nunca olvidaré: mis primas, a las que adoro hasta ahora, se habían convertido, de manera inconsciente, en mis rivales. Se había abierto para nosotras un mundo en el que empezábamos a valorarnos gracias a la aceptación del otro, a la mirada del otro. Y esa mirada externa hizo que odiara mi pelo, o me sintiera fea. El hecho de “no haber sido escogida por los chicos” marcaría buena parte de mi adolescencia y, supongo, afectó por un tiempo mi autoestima.

Lo curioso es que cuando hoy converso con mis primas, descubro que una de ellas se sentía gordita y envidiaba mi cuerpo atlético; y la otra se sentía chata y estaba desesperada porque no le salían tetas. Es decir, la experiencia de valorarnos por la mirada y aceptación de los chicos nos había afectado a todas, nos había marcado a todas.

¿Es esto un problema grave? ¿Vivimos traumatizadas por experiencias de esta naturaleza? No. Con los años las mujeres se empoderan y empiezan a quererse por lo que son, no por cómo las miran. Sin embargo, esta primera manera de salir al mundo adulto marca un inicio complicado que debemos reconocer para combatir la feroz competencia entre nosotras. Mientras sigamos esclavas de la mirada del otro, mientras no nos valoremos por lo que somos, estaremos siempre expuestas a una de las peores y más solapas formas de machismo: ese que ejerce una mujer contra otra.