"Cuando cerró el Congreso, Vizcarra fue apoyado por el 79% de los peruanos. El moqueguano batió el récord de la aprobación más alta que haya alcanzado un presidente en lo que va del siglo".
"Cuando cerró el Congreso, Vizcarra fue apoyado por el 79% de los peruanos. El moqueguano batió el récord de la aprobación más alta que haya alcanzado un presidente en lo que va del siglo".
Patricia del Río

La popularidad de un gobernante no es un adorno en la pared, no es una estrellita en la frente. lo entendió perfectamente cuando llegó de manera tan accidentada a la presidencia. Al principio, a la gente le daba lo mismo el nuevo presidente moqueguano al que habían traído corriendo de Canadá. Una tímida aprobación del 57% lo recibió en abril del 2018 y la ciudadanía se sentó a mirar sin mucha curiosidad qué pasaba. Y pasó lo que nadie imaginó: Vizcarra decidió enfrentarse al , le plantó cara a una mayoría matona que hasta su llegada no había tenido mayor resistencia y, con un olfato político inusual, le jugó todas las fichas a la lucha anticorrupción.

Esa fue la tónica de su gobierno que había adquirido la simpatía que todo David despierta ante un maloso gigante. El presidente se enamoró de los aplausos y, con acierto, usó esa popularidad para impulsar reformas urgentes. Cualquier cosa que propusiera a la población le parecía bien, hasta la tantas veces rechazada bicameralidad. Cuando cerró el Congreso, Vizcarra fue apoyado por el 79% de los peruanos. El moqueguano batió el récord de la aprobación más alta que haya alcanzado un presidente en lo que va del siglo.

El problema es que desde que no existe el Congreso, desde que el presidente se quedó sin enemigo íntimo, sus deficiencias como gobernante han quedado al descubierto. La respuesta tibia y poco comprometida ante el escandaloso incendio en Villa El Salvador es un buen ejemplo: no renunció ninguna autoridad inmediatamente, no hubo una cabeza visible que se hiciera responsable de las víctimas y Vizcarra no recibió a las familias en Palacio hasta veinte días después, cuando ya habían muerto 26 personas. Como si hubiera estado tratando de evitar chamuscarse con las llamas de la ineficiencia de un Estado que él preside.

La demanda de ante el Ciadi, por otro lado, ha dejado claro que en el Ejecutivo nadie coordina con nadie, que no existen estrategias de trabajo. Con Odebrecht había que reunirse porque la cancelación del contrato del gasoducto era un tema pendiente. Había que escuchar sus propuestas, mandarlo al cacho si era necesario e irse a Ciadi si la empresa no aceptaba los términos planteados por el Perú. No reunirse y evadir responsabilidades es sinónimo de no hacer nada. O lo que es peor, reunirse y después negarlo para que no se afecte la popularidad del presidente es deshonesto y hasta cobarde.

Algo se le ha perdido a Vizcarra en estos últimos meses en que corre solo. Pareciera que ha olvidado que la popularidad es un activo que tienen los gobernantes para hacer cosas, para tomar decisiones, para enfrentar problemas. No es un fin en sí mismo para sentirse el amigo de todos. No es una banda de Miss Simpatía que uno gana para mirarse al espejo, sonreír satisfecho y alimentarse el ego...