Misteriosa productividad total, por Richard Webb
Misteriosa productividad total, por Richard Webb
Richard Webb

No la vemos, pero allí está. Como las ondas magnéticas de Einstein, su existencia se deduce. Yo estudiaba en la universidad cuando recién se postuló la existencia de esa poderosa fuerza económica que hoy llamamos la productividad. No se veía, ni tenía nombre, pero su existencia era necesaria. No había otra forma de explicar el histórico crecimiento económico de Estados Unidos. Lo que era evidente y visible era el papel de la inversión, e igualmente el de la mano de obra. Pero tenía que haber algo más porque la mayor producción excedía lo que razonablemente podía esperarse de aumentar el número de máquinas y trabajadores. 

Fue el economista Robert Solow, de la Universidad de Yale, quien convirtió ese enigma en una escuela central, la escuela de la “economía del crecimiento”. Lo que hizo fue simplemente poner números y nombre al enigma. Los números llamaron la atención: de cada ocho puntos de mejora en la producción por trabajador, solo uno se explicaba por la mayor inversión. Siete obedecían necesariamente a otras causas, a los que Solow bautizó simplemente con el nombre de “factor residual”.

Y empezó la búsqueda. ¿Qué escondía ese “residual”? Abundaron las teorías. Es la educación, se dijo. O la infraestructura que reduce los costos logísticos. Los japoneses le dieron un cariz menos teórico a la explicación con su fórmula para la eficiencia industrial, “just in time”, o sea, la coordinación precisa del tiempo en las fábricas. El crecimiento de las ciudades en todo el mundo se vio como fuente de productividad y creatividad. Una mina explicativa ha sido la teoría de las instituciones porque casi todo es una institución, desde la Santa Iglesia hasta una mafia o la hora peruana. Con ese concepto entonces se podía hablar de la corrupción, de la incertidumbre macroeconómica y legal, del pantano de los trámites, de la cultura del emprendedurismo o de la cultura de la solidaridad. Más y más los teóricos de la productividad son las escuelas de negocios, donde lo actual es enfatizar la creación de valor a través del márketing: marcas, atención al cliente y el ‘delivery’.

Tener una docena de explicaciones es casi como decir que no sabemos. No obstante, el tema recibe una creciente atención, y merecidamente porque todo indica que en la productividad, tanto o más que la inversión, está el secreto del desarrollo. El peligro está en que la poca claridad en cuanto a los diferentes elementos que componen ese “residual” se vuelve una oportunidad para los que quieren promover a su candidato entre las teorías, sea por motivos políticos, burocráticos o comerciales. La inseguridad teórica no ha sido óbice para la constante publicación de cifras sobre el avance o retroceso de la productividad y sus causas, y esa abundancia de cifras y argumentos le hace la vida fácil al que quiere insistir que su solución es la que va a salvar al Perú. 

Todo indica que la receta para elevar la productividad tiene muchos ingredientes. Lo que se debate es el cuánto y el cuándo de cada uno de los elementos que componen ese residual. Los economistas se limitan a publicar largas listas de todo lo que necesita un país “competitivo”, pero un presidente recién elegido debe decidir qué priorizar. Nunca es posible hacer todo a la vez, a pesar de lo que dice –o no se dice– en la campaña.