Muerte después de la muerte, por Marco Sifuentes
Muerte después de la muerte, por Marco Sifuentes
Marco Sifuentes

A menos de una hora de Madrid, debajo de una imponente cruz de 150 metros de alto, la más grande del mundo occidental, se ubica el Valle de los Caídos. Aquí se encuentran los restos de más de 30.000 combatientes de uno y otro lado de la Guerra Civil española, que desangró al país en los años 30 del siglo pasado y que desembocó en la larga dictadura de Franco. Y aquí, en un lugar notorio y destacado, al pie del altar de la basílica, también se encuentra la tumba del dictador (al lado, por cierto, de la de Primo de Rivera, el fundador de la falange española).

Siempre hay flores frescas sobre su nicho, una losa de granito de 1.500 kilos. A todas horas, un vigilante advierte que no está permitido tomar fotos (lo que no impide que en Internet abunden las imágenes de simpatizantes suyos, muchos de ellos jóvenes, haciendo el saludo fascista delante de la tumba). A veces, durante alguna ceremonia de la Fundación Francisco Franco o simplemente porque sí, se puede leer la noticia de algún disturbio en el sitio. Cuarenta años después de su muerte, Franco no descansa o, mejor dicho, no deja descansar.

A miles de kilómetros de allí, en la misma Plaza Roja de Moscú, al frente del mero Kremlin, está la sepultura de Stalin. Es mucho más modesta que la de Franco pero eso no impide que sea visitada constantemente por peregrinos a quienes no parece importarles mucho los millones de muertes que ordenó. A veces lo engalanan con banderas soviéticas, rojas, con la hoz y el martillo.

Lejos, en un pueblito del norte de Italia llamado Predappio, viven 6.000 personas pero reciben a 100.000 visitantes al año. Es que allí se encuentra la cripta con los restos de Mussolini (en este caso, “restos” es una palabra más que precisa, después que su cadáver sufriera durante años unas vejaciones que, para alivio del lector, no detallaremos). En las tiendas de souvenirs se venden camisas negras con inscripciones que dicen cosas como “skinheads de Italia”.

Su compinche, Hitler, no tuvo tanta suerte. Nunca se supo qué pasó con su cadáver. Pero, eso sí: casi todos los dirigentes nazis tuvieron que ser incinerados o enterrados en el mayor secreto. 

Los gringos, siempre expeditivos, subieron el cuerpo de Bin Laden a un helicóptero y lo aventaron al mar. Listo.

Hay un punto básico respecto de lo del mausoleo senderista: se puede argumentar lo que se quiera pero, a la luz de lo que ocurre ahora mismo en el resto del mundo, lo que no debe permitirse es que exista un espacio que –bajo la apariencia de lugar de descanso eterno– acoja el peregrinaje de quienes reivindican un legado de violencia y sangre. Al margen de cómo se resuelva esta situación particular, miremos más allá y empecemos a tomar previsiones para el destino final de nuestros presos más nefastos. A todos nos llega la hora, incluso a Abimael. O a Fujimori.