Nuestros niños, por Patricia del Río
Nuestros niños, por Patricia del Río
Patricia del Río

” ha sido el lema que desde hace un par de semanas da la vuelta al mundo a través de las redes sociales. Desde hasta Ellen DeGeneres se han tomado fotos con un cartel exigiéndole a la secta islámica radical que libere a las más de 200 adolescentes secuestradas el 14 de abril. El mensaje se ha convertido en un auténtico viral y miles de famosos y desconocidos se han unido a la causa.

¿Servirá de algo? Difícil saberlo, sin embargo, más allá del sabor a modita que tienen estas manifestaciones tuiteras, lo cierto es que hoy hay cientos de padres que en lugar de vivir su drama en silencio, como si se lo merecieran, se sienten apoyados en su denuncia. Y eso está bien. Ya llegará el día en que este tipo de presión pase de ser ‘trending topic’ para materializarse en acciones concretas; pero por el momento lograr que se visibilice un drama de esta magnitud tiene un valor en sí mismo. Porque lo más terrible del abuso, de la opresión y de la injusticia es que esta pase desapercibida. Lo más jodido de que te secuestren un hijo o te violen a tu niña es que tu historia no alcance ni para engrosar las estadísticas de criminalidad.

Durante la época de la violencia desatada por y el en el Perú, un grupo especialmente vulnerable fue el de los niños y los adolescentes. Según datos proporcionados por el informe de la , que les dedica un capítulo específico, los menores de 18 años fueron víctimas de las mismas atrocidades que los adultos; vale decir: tortura, detenciones, reclutamiento forzado, asesinatos, secuestros y violación sexual. Los terroristas pasaban por los pueblos buscando jóvenes para llevárselos porque consideraban que eran más fáciles de formar que los adultos. Si alguien protestaba, ahí mismo lo asesinaban. Si alguien se resistía, lo aniquilaban como a un perro. “Vi que a los demás niños los reunieron y a punta de golpes los estaban llevando hacia el monte (algunos niños se resistían, entonces); los terroristas cogieron a uno de ellos, lo golpearon aun más, y obligaron a los otros niños para que lo agarren fuertemente, y en presencia de todos le cortaron las manos, los pies, los genitales y finalmente el cuello”. 

Al ser una población indocumentada, calcular el número de víctimas menores de edad es una tarea dificilísima. Como dato, sin embargo, podemos analizar el hecho de que fue el único departamento del Perú que de 1981 a 1993 registró una disminución de su población total en 3,5%. Es decir, entre muertos, desaparecidos y desplazados, ya no había quien tuviera hijos en ese infierno. Mientras la crisis económica avanzaba a pasos galopantes, y el resto de peruanos andábamos refugiándonos de los coches-bomba, en las zonas más pobres, más frías y más tristes del Perú ejércitos de niños de 11, 12, 13 años empuñaban armas para pelear una guerra de la que solo se librarían con la muerte. Centenares de niñas eran arrastradas para hacer labores domésticas o servir de entretenimiento sexual a los terrucos.

Pero para ellos no hubo hashtag. No hubo famosos apoyando su causa. Nadie pidió que volvieran porque nadie se enteró siquiera de que se los habían llevado. Algunos murieron, otros escaparon, otros se quedaron atrapados en una vida que no eligieron. Y ahí siguen como sombras de un pasado del que no nos atrevemos ni si quiera a pronunciarnos en 140 caracteres.