(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Patricia del Río

Odio. La palabra es dura y tosca. Pareciera que en cada una de sus letras estuviera contenida la ferocidad de un sentimiento que básicamente se alimenta de la necesidad de destruir al otro. El odio acompaña al ser humano desde siempre y ha tenido como blanco al distinto, al que significa una amenaza, o al que al ser oprimido nos garantiza poder: odia el esclavo al amo porque su sola existencia le asegura una vida miserable; y el amo al esclavo porque en ese desprecio se construye la identidad que lo hace sentir superior. Odia el lugareño al extranjero porque teme que se apodere de sus cosas. El cruzado al infiel porque pone en riesgo la hegemonía de su religión. El homofóbico al gay porque está convencido de que el mundo solo puede ser de la manera en la que él lo concibe.

Pero si algo alimenta el odio más que cualquier otra cosa es la seguridad de que aquello a lo que se quiere desaparecer es dañino, maligno, inferior, asqueroso, débil… Como señala Carolin Emcke en su libro “Contra el odio”, para atacar, humillar, matar, denigrar, torturar, acosar como se hace en todo el mundo, a toda hora, uno tiene que estar convencido de sus sentimientos. Solo esa convicción puede alentar la bala que se estampa en la cara de un niño, el cuchillo que se hunde en el cuello de una mujer, la tortura de un inocente. Si por un segundo el que odia dudara, flaquearía. Soltaría la piedra, bajaría el cuchillo, contendría su insulto.

Lo que diferencia el odio de este siglo, sin embargo, no es su ferocidad; es su espectacularidad. Con la revolución de las comunicaciones hoy el odio se exhibe impúdicamente, se publicita para ganar adeptos, conseguir ‘likes’, llamar la atención.

Un supremacista blanco en Nueva Zelanda entra en una mezquita y con una cámara GoPro transmite en vivo cada uno de sus asesinatos. Una turba de salvajes viola a una mujer esquizofrénica. Son siete. Se turnan, se graban, se pasan el video por WhatsApp. Un terrorista de ISIS decapita a un soldado estadounidense: hace toda una puesta en escena, lo sube a You Tube. Un desalmado decide quemar viva a una chica, le echa gasolina en un bus en hora punta, la deja arder frente a todos.

Entramos a este mes y ya vamos 45 feminicidios. Ya batimos todos los récords y los asesinatos siguen sin que a los victimarios les preocupe siquiera esconderse. Un cuchillo en la garganta en plena vía pública es suficiente para que un hombre acabe con la vida de la madre de sus tres hijos. Ya resulta extenuante buscar explicaciones, esbozar teoría, hacer análisis. La prevención, la sanción efectiva, las leyes más duras, la cárcel… nada parece funcionar. Estamos dejando que el odio y sus múltiples manifestaciones no solo se normalicen, sino que se exhiban, se espectacularicen. Hay una impudicia en el odio moderno que nos está volviendo a todos unos salvajes indolentes. Tal vez ya viene siendo hora de que nos atrevamos a dudar, de que permitamos que nuestras convicciones soporten un examen de conciencia.