(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Carlos Meléndez

En las últimas semanas, dos columnistas de la prensa internacional aludieron a los recientes hechos de “lucha contra la corrupción” en el Perú como un ejemplo por seguir en sus respectivos países. En “La Tercera” de Chile, Daniel Matamala admiraba la movilización ciudadana de fin de año en contra del fiscal de la Nación peruano. Un “país subdesarrollado, corrupto, con instituciones débiles”, ironizaba su asombro. Su tocayo Samper Ospina, columnista de la revista colombiana “Semana”, con su característico humor (¿?) se apuntó a “paisano de La Tigresa del Oriente”. A diferencia de Colombia, opina Samper, en el Perú se ha aprobado una “consulta anticorrupción” y el fiscal de la Nación renunció por la presión de la calle –movimiento similar se nota en el vecino norteño aunque aún sin trascendencia–. Ambas impresiones, empero, son visiones sesgadas de nuestro país, distorsionadas según el lente con que se nos divisa.

No es la primera vez que “desde afuera” se tiene una imagen deformada de nuestra realidad. Durante los primeros años del gobierno de Humala, algunos analistas nos graficaron con “buen lejos”. Es decir, el extranjero nos percibía con un perfil económico seductor y una atractiva coherencia programática compartida por las élites. Lo primero, básicamente por la tasa de crecimiento en plena recesión internacional; lo segundo, a pesar del brusco cambio “ideológico” del “converso” García al “etnocacerista” Humala. Ambos, sin advertir nuestro modo de “piloto automático”. Con fina vista y mejor enfoque, decían los opinantes, se encuentra un país convulsionado por una incesante conflictividad social y una endémica debilidad institucional. Los críticos al modelo liberal económico han denominado esta contradicción como “crecimiento económico sin desarrollo institucional” la cual se puede apreciar hoy, incluso, en un comercial publicitario –irónicamente de una entidad financiera–. De modo paradójico, la crítica más “políticamente incorrecta” al modelo se ha convertido en una pieza de márketing publicitario de un banco para informales. El chiste se cuenta solo.

Actualmente, la percepción dominante que se tiene del Perú en el extranjero –como lo ejemplifican Matamala y Samper– es la de un país que vive una “primavera anticorrupción”, cuyo motor son jueces y fiscales probos, y una ciudadanía indignada que otorga legitimidad social al progreso liberal. Lamento advertir, especialmente a nuestros optimistas vecinos, que el Perú sigue siendo un país “con instituciones débiles” y que la “lucha contra la corrupción” se sostiene, precisamente, gracias al arbitrio con que se manipula la legalidad. El referéndum no fue una “consulta anticorrupción” sino una demostración de fuerza política de Vizcarra, empleado para arrinconar a la oposición, que no ha conformado reformas políticas de fortalecimiento para el sistema. A nuestros “progres” y “liberales” reclamantes de institucionalidad no les importa apoyar normas perjudiciales (como la prohibición de la reelección parlamentaria), ni les incomodan los escasos reparos al debido respeto de la constitucionalidad (como la declaratoria de emergencia al Ministerio Público), con tal de condenar judicialmente lo que “el pueblo” ya condenó.

Así como se criticó el “hortalenismo económico”, el oxímoron del “republicanismo sin instituciones” merece discernimiento crítico, pues no existe república sin relación responsable entre el Estado y sus ciudadanos. Mucho menos cuando los gobernantes convierten sus intereses en políticas públicas a costa del civismo, la representación y la participación.