(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Richard Webb

La economía no es todo en la vida, pero el dinero en el bolsillo sí es parte de lo que aspiramos tener, como familia y como país. De allí la preocupación universal por hacer presupuestos y llevar cuentas. En el caso de la nación, la medida principal que usamos para verificar nuestro progreso económico consiste en la cifra del PBI. Sin embargo, la cifra que acostumbramos usar tiene un margen grande de imprecisión y, lo que es peor, de autoengaño.

La imprecisión se debe a que no conocemos el futuro. El PBI pretende medir algo realizado, el valor de lo producido, y así es como lo recibimos y entendemos. Pero, en realidad, para gran parte de la economía lo que podemos reportar es el costo de lo que se ha hecho, no su valor. El valor de todo lo que es inversión pública y privada dependerá de su acierto productivo para el futuro. Y no solo de la inversión.

También es el caso de muchos gastos que se consideran corrientes, como son los gastos escolares, de salud, y de mantenimiento del hogar, cuyo valor no se realiza en el momento sino en años futuros. De igual manera, el gasto actual del Estado en los servicios de educación, salud, seguridad y en diversas instituciones como la justicia se mide según su costo, no según lo que aportarán en el futuro a la economía o bienestar de los ciudadanos. Como sucede con cualquier servicio, el aporte depende en gran parte de su calidad, y también de cómo se presente el futuro. Si el gobierno ha hecho bien su trabajo, el valor de esos servicios puede estar por encima de su costo. Cuando el trabajo no tiene calidad, o cuando no se ha adivinado bien el futuro, por ejemplo la demanda para diversos tipos de educación, su valor futuro puede ser reducido.

En la práctica, entonces, casi no hay forma de precisar de antemano el verdadero valor de esos servicios. En nuestro caso, por ejemplo, surge una duda acerca de la fuerte expansión de la planilla del gobierno durante la última década. Según la estadística oficial, ese crecimiento ha contribuido al aumento en el PBI en esos años, pero queda una duda acerca de la verdadera productividad de esa inflación de la planilla del Estado.

Esta limitación de las cifras del PBI es especialmente fácil de comprender en el caso de obras públicas hoy cuestionadas. El PBI de años recientes, por ejemplo, ha venido incluyendo como gasto de “inversión“ el costo de la corrupción que terminó incluido en los costos de las obras. Pero, más allá del componente de la corrupción, queda la sospecha de que el verdadero ‘valor’ de las obras, o sea su contribución a la producción en años futuros, no alcanzará su costo, resultado que significaría que el PBI ha sido sobreestimado en años anteriores.

La inexactitud del PBI no se limita a posibles exageraciones. Las cifras también omiten el verdadero valor de gastos de salud pública que han producido un extraordinario aumento en la expectativa de vida durante las últimas décadas, como en el caso de Huancavelica donde esa expectativa se elevó de 38 años en 1967 a 70 en la actualidad. El valor de esos gastos fue ínfimo en relación al valor de vida que crearon.