Feria de agro biodiversidad espera ventas por S/170 mil
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Richard Webb

El viernes se jugó el segundo partido Perú-Nueva Zelanda. A pesar de los millones de camisetas y la energía transmitida por los hinchas, el encuentro terminó en un empate. Qué pena que casi nadie prestó atención al primer encuentro entre las dos naciones, partido que ganamos sobradamente.

Esa vez los favoritos eran ellos. Por la calidad de su gente, por las condiciones tan favorables y por la opinión unánime de los expertos. Fue el Mundial de la Agricultura, un campeonato productivo que se jugó a lo largo de las últimas décadas. Nueva Zelanda llegaba con una geografía benéfica, de fácil comunicación, una población con altos niveles de educación y una historia de éxito económico que, según el Banco Mundial, los ubicaba entre los países industrializados, con ingresos comparables a los de su tierra de origen, Gran Bretaña. Más aun, el potencial productivo se multiplicaba justamente al iniciarse ese primer partido gracias a un conjunto de reformas económicas, políticas y administrativas tan efectivas que hoy Nueva Zelanda es considerado el país menos corrupto del mundo y el número uno en el índice Doing Business, que mide la facilidad para hacer negocios.

En la otra mitad de la cancha se encontraba el Perú, con una agricultura estancada y dominada por minifundios cuya estructura les cerraba el paso a las economías de escala, limitada además por una geografía agreste e inhóspita, y conducida por una población de mínima educación, debilitada por siglos de desnutrición, y casi totalmente desprovista de los apoyos del crédito, caminos y asistencia técnica. El diagnóstico más lúcido del sector agropecuario en esos años fue realizado por el economista marxista José María Caballero, quien defendió la necesidad de la reforma agraria pero a la vez desmintió la “imagen utópica” de una solución fácil a la pobreza rural que presentaban sus compañeros de izquierda. Para Caballero, la solución para la pobreza dependía sobre todo “de lo que ocurra fuera de la agricultura” y, entretanto, debíamos aceptar largos años del “atraso y la miseria del campesinado”.

Por eso, cuando sonó el pitazo arrancó un partido que a todas luces iba a ser una victoria aplastante para Nueva Zelanda. Pero el resultado fue otro. Nueva Zelanda metió goles, doblando su producción agropecuaria en un cuarto de siglo con un crecimiento de 2,8% al año. Pero en el mismo lapso la producción agropecuaria del Perú aumentó tres veces, creciendo a 4,7% anual. La pateadura fue al revés.

La victoria peruana no fue un golpe de suerte, como sería el descubrimiento de un nuevo recurso natural. Todo lo contrario, la expansión fue trabajosa y sacrificada, y altamente diversificada en cuanto a regiones, productos y mercados. Incluso los minifundistas de la sierra, calificados desdeñosamente por un ministro como una “agricultura de maceta”, participaron plenamente en ese crecimiento, aplicando fertilizantes, vacunas y dosificaciones para sus animales, creando riego tecnificado, recurriendo a tractores y fertilizantes, y aprovechando nuevos mercados en el interior. La evidencia de esa participación minifundista y serrana ha sido una fuerte elevación de sus ingresos y una reducción histórica de la pobreza rural.

Llegaremos al miércoles no empatados sino ya ganando 4-1. Sí podemos.