(Foto: Presidencia)
(Foto: Presidencia)
Patricia del Río

Una de las cosas que más impresionan de la cultura japonesa es la absoluta convicción de que fondo y forma no son cualidades excluyentes. Por ejemplo, importan tanto el respeto y la hospitalidad como los gestos con que se transmiten. Un banquete de su sofisticada comida obliga a que los alimentos no solo estén bien hechos sino que vengan en una exquisita vajilla. El grado de inclinación en una reverencia señala los distintos niveles de confianza con el otro. La forma significa, la forma importa.

El indulto de a no solo se zurró en el fondo (no se probaron las condiciones que sustentan un indulto humanitario) sino que, como ya se ha dicho hasta el cansancio, pisoteó todas las formas que un presidente de la República les debe a los ciudadanos. Traicionó confianzas, se burló de quienes lo habían salvado de la vacancia, y en un gesto incomprensible les entregó, a los perdedores de la batalla, un trofeo de guerra.

Como consecuencia de esta ¿torpe, insensible, cínica, mezquina? decisión, los enfrentamientos entre el fujimorismo y los llamados “antis” se han exacerbado hasta niveles desesperantes y el descrédito de nuestras autoridades ha escalado a tal velocidad que hoy marcharán miles de peruanos al grito de “que se vayan todos”. Tal como están las cosas, nadie, absolutamente nadie sin importar de qué ideología política provenga, cree en la bastante pisoteada “reconciliación”. A los unos porque todo les parece una burla, y a los otros porque nunca les ha interesado. Su agenda era liberar a Alberto Fujimori y ya lo consiguieron; si eso enfurece a los demás, les da lo mismo.

La pregunta entonces se cae de madura: ¿y ahora qué? ¿Cómo seguimos adelante? En este contexto donde el presidente ya no existe como autoridad, donde a todo el mundo le da lo mismo quienes compongan el Gabinete, en que el Congreso es la máxima expresión del despelote en el que ha devenido el poder, algunos ciudadanos marchan por largar a todo el mundo a su casa (sin que sepamos con claridad cuál es el plan B) y otros se han sentado cual modernos nerones a ver cómo se incendia la pradera.

Los japoneses cultivan un arte llamado el kintsugi que consiste en pegar las piezas de un objeto roto, con laca y polvo de oro. La metáfora es obvia: un jarrón destruido puede volver a ser bello, si alguien se toma el trabajo de unir con dedicación y paciencia las piezas reparadas, y si las grietas doradas, que quedan marcadas para siempre, se transforman en un duro recordatorio del intento de destrucción superado.

¿Existe esta posibilidad en nuestro país? Por el momento no. En este desmoronamiento parece que se nos han perdido varias piezas fundamentales. Nos faltan pedazos y los que hay no sabemos ni cómo empezar a pegarlos. No somos siquiera capaces de unirlos con babas, mucho menos con oro.