Recepcionista jamás, por Gustavo Rodríguez
Recepcionista jamás, por Gustavo Rodríguez
Gustavo Rodríguez

La recepcionista tenía que almorzar, pero nadie podía reemplazarla durante esa hora.

Alguien mencionó en un correo que de aquello podía encargarse la señora de la limpieza, pero la responsable de Recursos Humanos le recordó que su régimen de contratación lo impedía y que, además, el puesto requería el dominio del inglés, algo que la señora no parecía garantizar. 

Entonces, la responsable de Recursos Humanos tuvo una idea. Calculó el número de practicantes que tenía la empresa y preguntó en un e-mail:

–¿Qué tal si una vez cada dos semanas un practicante ocupa la recepción durante esa hora?

Cuando esta sugerencia empezó a tomar cuerpo, su filtración a los pasillos tomó el curso de un amotinamiento. Los jóvenes practicantes que todos los días asistían orgullosos a esa torre tan pulida tomaron la disposición como una ofensa. ¿Cómo era posible que los estudiantes de las más prestigiosas universidades del país tuvieran que pasar una hora encadenados a una actividad menor? ¿A quién se le podía ocurrir que los futuros príncipes del empresariado peruano, apellidos todos que recordaban a avenidas y plazas, tuvieran que andar coordinando actividades de la puerta de ingreso? Además, sentarlos en ese puesto ¿no desnaturalizaba el contrato de prácticas?

La encargada de Recursos Humanos no solo era creativa, sino también obstinada. Revisó concienzudamente las leyes laborales y envió un correo de vuelta subrayando que una de las razones para que existan practicantes en las empresas es que, a través de su estadía en esa condición, los novatos tienen la oportunidad de familiarizarse con todos los aspectos que rigen el funcionamiento de una organización.

Y fue con el peso de esta evidencia que el motín de chicos pulpín se aplacó entre pucheros.

Lo que enseña esta anécdota es que entre muchos de nuestros actuales jóvenes, hijos de la bonanza, podría haberse inoculado un síndrome caracterizado por la falta de inteligencia, el exceso de pudor y una falta de humildad. ¿Hacerse cargo de la recepción de una empresa durante una hora no sería la mejor manera de conocer los flujos oficiales y no oficiales de la organización? ¿No es la forma más directa de conocer el organigrama completo, a los clientes y a los proveedores? Quien controla la entrada y salida de personas y llamadas ¿no sabe más de la empresa que aquel que vive en su módulo apartado?

Desechar una oportunidad así es, pues, una clara muestra de estupidez.

Aunque la estupidez, en este caso, sea consecuencia del pudor social. 

–Qué roche... – piensa en estos días el practicante del área legal, mientras ve llegar a un visitante que estudió en su misma universidad–. ¿Dónde carajos me escondo?

A mi padre podría reprocharle varias cosas, pero debo agradecerle muchísimas más que son valiosas. Él puso una escoba en mis manos a los seis años para barrer su establecimiento y hubo un verano en que me puso a servir mesas en un comedor público. Si todos nuestros niños crecieran con la noción incontaminada de que el trabajo es digno en sí mismo, ¿no tendríamos líderes más preparados, capaces de manejar tanto una central telefónica como una reunión de alto vuelo? ¿No seríamos acaso una sociedad más perspicaz y menos discriminadora?

* www.gustavorodriguez.pe