(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Carlos Meléndez

Los resultados del de diciembre pasado se entendieron como una muestra de respaldo inequívoco al presidente . Ello, sin embargo, obvió el impacto del mecanismo consultivo, como tal, en una sociedad que revisita su crisis de representación. Esto es clave porque los instrumentos de la directa –en comparación con los de la representativa y participativa– calzan con nuestra sociedad informalizada, carente de organizaciones intermedias y de agregación de intereses colectivos. Así, mecanismos como el referéndum resultan –por esencia– la promesa democrática para los informales.

Las formas partidarias han demostrado su terco desatino. El viejo partido (Apra) no pudo renovarse –más allá de un reguetón de campaña–. El nacionalismo telúrico de los Humala no canalizó la conflictividad social. La tecnocracia sanisidrina de PPK no pasó de la calistenia en los patios de Palacio. El conservadurismo popular (Fuerza Popular) minó al Congreso de cuadros emergentes de la lumpen-burguesía.

La desafección con la democracia representativa no ha cedido tampoco con la receta participativa de la izquierda. Las administraciones subnacionales (como la alcaldía de Villarán), adiestradas ideológicamente por “intelectuales” de ONG –subvencionados por la cooperación–, promovieron el asambleísmo y la participación ciudadana en la confección de presupuestos públicos, en consejos de coordinación, etc. No casualmente, fueron sepultados por una revocatoria. El país carece de capital social organizativo que sustente este anhelo progre. El discurso de una “sociedad civil organizada en torno a demandas colectivas” es una broma de mal gusto ante una sociedad informalizada, bajo el sello del liberalismo más salvaje.

Vizcarra –por intuición, sabiduría o fortuna– no apostó por crear un partido (desde el poder) ni por ofrecernos “participacionismo”. Se arriesgó por una receta plebiscitaria para reanimar a nuestra sociedad desafecta. Sin intermediarios legítimos, la consulta directa del líder con la gente –a través de las urnas– fue un bálsamo. Al hacerlo enfrentándose al poder de la representación, el Congreso, propició una “venganza” ciudadana. El “libro de texto” nuevamente acertó: el referéndum funciona mejor cuando la representación está debilitada e imperan crisis morales de calado nacional, porque empodera a los desalentados. El “descubrimiento” asombró: la consulta política directa y eventual sintoniza con el individualismo. El ethos del informal que vive el “día a día” sin intermediarios (re)encontró su lenguaje político.

Se equivocan, empero, quienes agencian a la fórmula plebiscitaria el germen del republicanismo. En frío, las reformas constitucionales promulgadas vía referéndum son inocuas para el fortalecimiento institucional. La prohibición de reelección parlamentaria es, sencillamente, perjudicial. Dicha consulta proyectó, eso sí, una oportunidad perdida para canalizar el ímpetu ciudadano hacia la razón pública; para abordar reformas políticas sustantivas; para realizar la deliberación pública. Fue tan informal como la sociedad que la compuso, fue forma sin fondo, márketing sin ideología. El balance del referéndum confirma, en todo caso, que seguimos siendo una sociedad de informales, no de republicanos.