Demasiado ruido, por Patricia del Río
Demasiado ruido, por Patricia del Río
Patricia del Río

Dicen que ya estás envejeciendo cuando tu edad es un número mayor que el de tu talla de zapatos (ya la), cuando tienes que leer el menú del restaurante con los anteojos en la punta de la nariz (ya la), cuando viste al Perú jugar en un mundial (ya la) y cuando la música en establecimientos públicos o los ruidos ambientales te resultan intolerables (recontra ya la). 

De todos los innegables síntomas de envejecimiento es el último el que despierta más mi desconcierto y mi preocupación. Tal vez, porque es el más molesto y porque su solución depende estrictamente de la buena voluntad de otros. Por ejemplo, si entro a un centro comercial y me encuentro con que la música no solo es horrenda sino que está puesta a volúmenes insólitos, no hay nada que, como cliente, pueda hacer al respecto. A pesar de que quiero comprar un par de zapatos estoy obligada a hacerlo a ritmo de “lárgate a llorar a otra parte” o de “loca, ciega, sordomuda” como si estuviera en medio un ‘dancing’ feroz en una discoteca. Y la verdad, no lo entiendo.

Nos hemos llenado de ruido. Pero no de ese ruido que parece un murmullo del asfalto que antes se colaba por las ventanas de las casas. Nos hemos cargado de un ruido ensordecedor de combas de construcción, de mezcladoras de cemento, de bocinazos, de mentadas de madre. Vivimos en una ciudad de más de diez millones de personas que han decidido no escucharse más. Ya no respondemos el saludo del vecino, o el “perdón” de ese con el que tropezamos por la calle. El eco lejano de los aviones cruzando un cielo gris está ahogado por sirenas de bomberos. Si caminamos por el , un cantante pujante promociona su disco con parlantes improvisados a mitad de la vereda. Si hay una actividad en el parque, pondrán un insoportable equipo con sonido envolvente. Si vamos a un cumpleaños infantil, las animadoras nos taladrarán el cerebro con las canciones de siempre a los decibeles de ahora. Si llega la Navidad, no podremos huir de los villancicos. 

Hemos cambiado la voz de nuestra ciudad por la estridencia, por la extraña necesidad de atarantarnos para no tener que relacionarnos. Atrás quedaron la musiquitas de ascensor con las que hacíamos las compran en Monterrey. O el organillo del mono del parque. O la tamalera con guitarra y cajón de los domingos. O los gritos de “ampay me salvo” de los chicos del barrio. Ya no. No somos más una sociedad que suena bonito. Y como perfecta metáfora de tanta estridencia, estamos criando jóvenes cuyos audífonos, cada vez más grandes, son el símbolo de quien ha perdido la batalla con su entorno. De quien prefiere su propia bulla a la ajena. De quien va por el mundo ensimismado, sin disfrutar ni del sonido compartido ni del silencio.

En Las Begonias, a escasos metros de grandes tiendas por departamentos que siempre tienen esa música insólita, todas las tardes se para un ciego que toca la quena con una dulzura que estremece. En medio de tanta alharaca se escuchan sus huainos, sus mulizas. A veces me siento en la vereda a escucharlo mientras todos pasan apurados para meterse a establecimientos que los dejarán sordos. A veces hago solo eso, me siento y escucho. Y en medio de tanto barullo, la ciudad suena otra vez.