(No) Satisfaction, por Carlos Meléndez
(No) Satisfaction, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

¿Por qué regularmente los peruanos decidimos endosar votos a candidatos desconocidos? ¿Por qué la novedad resulta tan atractiva para el votante promedio? Según hipótesis académicas, los electores suelen optar por un ‘outsider’ especialmente en contextos de crisis holísticas, cuando la aversión al riesgo disminuye a niveles nimios y cunde la sensación de que no hay mucho que perder. Si bien este argumento explica el tsunami de Alberto Fujimori en 1990, no guarda coherencia con los contextos de comodidad económica en los que surgieron Ollanta Humala (2006) y Julio Guzmán (2016). Considero que la apuesta por lo desconocido –en un sector importante de peruanos– no se funda en el rechazo a la administración de la economía (solamente) sino en la insatisfacción respecto al Estado y al ‘establishment’ político que lo representa.

La “simpatía por el diablo” retador del statu quo no es nueva en nuestro país. El Apra –afirmo– es el primer partido ‘anti-establishment’ de la historia nacional. Su identidad primigenia se cuajó, precisamente, en las luchas reivindicativas contra la oligarquía tradicional dominante de mediados de siglo XX. Su posterior y paulatina incorporación como actor político formal también significó la inclusión de sectores sociales inconformes con un sistema de representación elitista. Fue recién en los ochenta cuando el ‘establishment’ político tomó completamente forma partidaria. En esto consiste, justamente, un sistema de partidos: representantes orgánicos y colectivos de la pluralidad de intereses sociales. Solo cuando esta representación adquiere un sesgo elitista –dejando de satisfacer real y simbólicamente las demandas populares–, el sistema en su conjunto pierde legitimidad. Oportunidad perfecta para un nuevo retador. Alberto Fujimori encarnó la crítica al ‘establishment’ político que la izquierda no supo capitalizar por la vía electoral –Izquierda Unida– ni a través de la violencia terrorista –Sendero Luminoso–.

Las candidaturas de Ollanta Humala (2006 y 2011) y Julio Guzmán (2016) se parecen en lo fundamental: retan el ‘establishment’ político dominante. Humala lo hizo atacando al modelo económico; Guzmán se distingue enfatizando las deficiencias de un Estado paquidérmico. Humala portó el emblema de la lucha contra la desigualdad económica; Guzmán acusa el fracaso estatal como proveedor de servicios. Humala asumió una posición radical, chavista, izquierdista y autoritaria; Guzmán –en cambio– es neutral en términos ideológicos. Para algunos es de izquierda, para otros de derecha. Quizás él mismo no sabe qué es. No importa. Lo que lo distingue es que reta simbólicamente a un ‘establishment’ de “dinosaurios”, variopinto, donde caben desde apristas hasta fujimoristas. No es que él sea nuevo –Verónika Mendoza también lo es–, sino que sus enemigos son los viejos saurios de siempre.

No entendemos a cabalidad la insatisfacción política, esa animadversión a la clase dominante que busca preservar el statu quo ideológico, centralista, excluyente, que nos gobierna en ‘piloto automático’. Esa crítica puede ser ideologizada –antisistema– o no –anticorrupción–, pero en tanto generaliza construye una dicotomía que otorga réditos a favor del retador. Esa es la historia del Perú, un país sin sistema de partidos aunque con ‘antiestablishments’ exitosos desde el siglo pasado. Desde el Apra, Fujimori, Humala y Guzmán, la “(no) satisfacción” busca su representación política, enfrentándose a quienes ostentan el poder (económico, militar, social). En ninguno de dichos casos, no obstante, ello ha implicado garantía de democratización real.