"No debería sorprendernos la existencia de “extremistas” de izquierda (ni de derecha), sobre todo después de más de dos décadas de enfrentamiento armado entre movimientos subversivos y el Estado". (Foto: El Comercio)
"No debería sorprendernos la existencia de “extremistas” de izquierda (ni de derecha), sobre todo después de más de dos décadas de enfrentamiento armado entre movimientos subversivos y el Estado". (Foto: El Comercio)
Carlos Meléndez

Hace dos semanas cómo la demora en resolver la había radicalizado a la opinión pública, resaltando los dos extremos. El de mayor magnitud –hacia la izquierda– se solidarizaba con los reclamos de los maestros, facilitando la visibilización de liderazgos radicales. El de menor envergadura –hacia la derecha– reclamaba una solución “mano dura” y buscaba la deslegitimización de los líderes sociales y políticos del polo opuesto, estigmatizándolos de “violentistas”, prácticamente parientes directos de Sendero Luminoso. De hecho, en la última semana, el ministro del Interior, , presentó en conferencia de prensa investigaciones policiales que pretenden dar cuenta de la cercanía –al menos ideológica– de algunos dirigentes del gremio docente con Movadef. Este tipo de insumos da pie a una estrategia de asociar el radicalismo de la protesta con la etiqueta de “terruco”.

No debería sorprendernos la existencia de “extremistas” de izquierda (ni de derecha), sobre todo después de más de dos décadas de enfrentamiento armado entre movimientos subversivos y el Estado. Menos aún si –según varias mediciones– al menos un cuarto de la población califica como “desafectos políticos”, es decir, sostiene una posición anti-establishment con las autoridades elegidas y su incapacidad de distribuir los réditos de tantos años de ininterrumpido crecimiento. No existe “modelo político” que incorpore absolutamente a todos y, por lo tanto, inclusive las sociedades más “ordenadas” e “inclusivas” van a tener detractores activos, llamémoslos “terroristas”, “anarquistas”, “extremistas”. El objetivo –para la gobernabilidad– no es el exterminio total de estas voces antisistémicas, sino su marginación del poder. Queramos o no, nunca desaparecerán del mapa delirantes activistas prosenderistas o proemerretistas. Lo encomiable, en todo caso, es que el fanatismo de dicha prédica destructiva no tenga eco.

Durante años, sectores progresistas han sostenido que la “mejor herramienta contra los remanentes de Sendero es la lucha política”; es decir, vencer a las posiciones extremistas en la argumentación, deliberación y debate, en espacios del quehacer político –por ejemplo, universidades–. Más de dos décadas después de la derrota militar de Sendero y del MRTA, esta táctica ha demostrado ser inútil. Los proyectos contemporáneos de izquierda se han caracterizado por su debilidad intrínseca, fragmentación y vocación de fracaso, aun cuando llegaron circunstancialmente al poder con Humala. Si no logran siquiera organizarse como colectivo, ¿van a poder “vencer” a los “nostálgicos” herederos de la “lucha armada”? Más aun, sus ambigüedades respecto a la democracia liberal –por ejemplo, el caso de Venezuela– y su protección y tolerancia a quienes consideran “revolucionarios como uno” –ex emerretistas, especialmente– son una coladera ideológica permisible a los enemigos de la democracia. La debacle de Patria Roja en la arena sindical ejemplifica esta situación.

Al inicio del gobierno de señalaba que este era perfecto para el resurgimiento del radicalismo de izquierda. Sostengo dos motivos. Primero, sintetiza ideológica (tecnocracia promercado) y simbólicamente (el centralismo lobbista) el polo opuesto. Segundo, no cuenta con los activos suficientes para contrarrestar a través de políticas públicas la desigualdad, el centralismo y la ausencia de Estado de derecho. Solo la eficiencia de la gestión asegurará dejar sin piso al radicalismo destructivo.